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¿El final del bucle infinito?

La mesa del Parlament de Catalunya

Alfonso Pérez Medina

Será por el hartazgo con el que una buena parte de la sociedad catalana vive el bloqueo que sufren sus instituciones desde hace más de seis meses. O por la presión que de forma cada vez menos disimulada ha ejercido Esquerra Republicana de Catalunya en las últimas semanas para nombrar a un candidato como Quim Torra, que a pesar de su cercanía con Puigdemont y del radicalismo que se le atribuye, no tiene cuentas pendientes con la Justicia.

O quizá por la actitud, entre la prudencia y la pasividad, con la que la Fiscalía se tomó la aprobación de la reforma de la Ley de Presidencia que habría permitido, de no ser por el veto del Tribunal Constitucional, el nombramiento vía Skype del ciudadano de Bruselas-Waterloo-Berlín. El caso es que, a la espera del rumbo que adopte un hipotético Gobierno de Torra avalado por la abstención de la CUP, al menos en el plano judicial el bucle infinito en el que durante meses han estado metidos el Parlament, el Gobierno, el Supremo, el Constitucional y la Fiscalía parece haberse quebrado. De momento.

En septiembre pasado, cuando el Parlament aprobó en lectura única la ley que convocaba el referéndum y la de Transitoriedad Jurídica, que iba a servir de puente para la creación del ilusorio Estado catalán, la Fiscalía que dirigía José Manuel Maza tardó apenas 48 horas en querellarse contra el Gobierno en pleno de Puigdemont y la Mesa del Parlament, presidida por Carme Forcadell, por los delitos de prevaricación y desobediencia al Tribunal Constitucional.

Sin embargo, los fiscales que ahora dirige el más moderado Julián Sánchez Melgar no han movido un dedo para llevar a los tribunales al nuevo presidente de la Cámara, Roger Torrent, a pesar de que el Constitucional dejó claro en enero que vetaba cualquier investidura que no fuera presencial y que no contara con el permiso del juez del Supremo Pablo Llarena. Quienes sí se han querellado contra él han sido los representantes de la acusación popular de Vox, que incluso han pedido cárcel por dos delitos (la prevaricación y la desobediencia) que no conllevan más que penas de inhabilitación.

Tampoco el Constitucional, en un tiempo no tan lejano bestia negra del independentismo, ha aceptado las medidas cautelares solicitadas por el PP, influido por el empuje “aprovechategui” de Ciudadanos, para suspender el voto delegado de los autoexiliados Puigdemont y Comín. Y eso que hace unos meses estableció expresamente que los miembros de la Cámara sobre los que pesara una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión no podían “delegar el voto en otros parlamentarios”.

Lo que parece claro es que algo ha cambiado en el tablero judicial mientras en el político el PNV, que supeditó la aprobación de los presupuestos al levantamiento del artículo 155 de la Constitución en Catalunya, alcanzaba un acuerdo con el PP para sacarlos adelante. Si todo forma parte de un guion negociado en las bambalinas del Congreso, solo faltaría saber si Esquerra forma parte del plan y a cambio de qué, con su líder encerrado desde noviembre en Estremera y su número dos, Marta Rovira, desaparecida desde el día en que prefirió huir a Suiza que seguir el camino a la cárcel de sus compañeros de filas.

A la designación de Torra se ha llegado después de meses de debate interno en el independentismo que se visualizaba a la perfección en las declaraciones que han venido realizando los representantes de los partidos soberanistas enfrente del Supremo, a las puertas del bar del mismo nombre en el que ya les tratan como si fueran de la familia. Una eclosión de canutazos a la prensa en la que el núcleo duro del PDeCAT matizaba al núcleo duro de Junts per Catalunya y los líderes de Esquerra en Madrid -Capella los lunes, Tardà los martes y Rufián los miércoles- matizaban a todos, en un ambiente que recordaba a las disquisiciones que el Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular entablaban en La vida de Brian.

Mientras tanto, los procesados por rebelión que han comparecido esta semana en el Tribunal Supremo han moderado sensiblemente su discurso. Hace unas semanas el exconseller Josep Rull acusó a Llarena, mirándole a los ojos, de “seguir la hoja de ruta” del ministro Catalá, y el número 2 de Junts per Catalunya, Jordi Sànchez, le reprochó que se presentara en el auto de procesamiento como “juez” y como “víctima” del proceso independentista. Incluso Jordi Turull, que en abril acusó al magistrado de haberle “convertido en un preso político”, subrayaba esta semana su voluntad de diálogo y aseguraba por boca de su abogado, Jordi Pina, que “quiere confiar en la imparcialidad de la Justicia”.

Fruto de esta nueva etapa que se abre o de los efectos que la llegada de la primavera produce en el ánimo de cualquiera, el juez Llarena ha abierto la puerta por primera vez a que los hechos investigados puedan ser tipificados como un delito de sedición, si se demostrara que la violencia en los días álgidos del procés no era suficiente para derrocar el orden constitucional; o de conspiración para la rebelión, si prueban que su objetivo final no era lograr la independencia unilateral de Catalunya. Quizá haya llegado la hora de soltar lastre, confiar una nueva etapa a un candidato libre de ataduras con la Justicia y salir del bucle infinito en el que todos, unos y otros, llevan meses dando vueltas. Está en la mano de Torra. Y de la CUP.

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