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Una de las cosas buenas de escribir sobre feminismo (que de las malas ya sabemos todos) es recibir comentarios y correos de mujeres que te agradecen el poner en palabras las diferentes formas de opresión que ellas mismas han vivido en diferentes momentos de su vida. Momentos en los que no han sabido reaccionar, en los que no han sabido por qué uno u otro comportamiento de un hombre las han hecho sentirse tan terriblemente mal, hasta el punto de echarse las culpas a sí mismas por sentirse mal.

Yo misma he estado ahí. Me he reñido mil veces a lo largo de mi vida cuando me he encontrado en situaciones en las que me han agredido sin tocarme. Pasa a diario, en realidad, una mujer no tiene por qué rebuscar mucho rato en su memoria pasajes de este tipo. Quizás por eso tomar conciencia feminista es a veces tan duro, porque a partir de ese entonces, empiezas a ver claras cada una de esas situaciones donde te agreden, acosan o humillan.

Cuando tomas conciencia feminista, te das cuenta con mucha facilidad de cuándo un hombre te interrumpe en una conversación. Antes no te dabas cuenta, y te habías acostumbrado a que ellos no sólo te interrumpieran, sino también a que te explicaran cosas sobre temas de los que tú estabas demostrando que sabías más. Te das cuenta de que nosotras hablamos siempre en segundo lugar (en el mejor de los casos) y que, a pesar de no llevar nunca la voz cantante, una vez que tomamos el turno de palabra, somos de nuevo interrumpidas.

Te habías acostumbrado también a que coparan tu espacio de muchas formas en una conversación, no sólo oralmente, sino también espacialmente. La forma de sentarse, de abrir las piernas y ponerse cómodos de ellos, mientras tú ocupas el espacio más pequeño o incómodo en la mesa, en el bar, en el sofá de tu casa. Es normal ver a un hombre despatarrado en una silla, echado hacia atrás o con las piernas extendidas. A una mujer nunca. En el metro, por ejemplo. Pero esto del manspreading no sólo pasa en el transporte público. En un bar, por ejemplo, sólo hay que ver la formas de ocupar el espacio de unos y otras. Es muy fácil encontrarte con el típico que te dice que esto no es cuestión de género, sino de educación. Y sí, claro que es un problema de educación, de una educación machista, para ser exactos. Por eso, aunque se puede reeducar, es una cuestión de género. Lo que no tiene sentido es decir que sólo es una cuestión de educación, porque eso significaría que los hombres son en su mayoría unos maleducados y las mujeres venimos todas de internados suizos.

Con la conciencia feminista también empiezas a contar cuántas mujeres hay en los departamentos de tu empresa. Te das cuenta de que los hombres ascienden en mucha mayor medida que las mujeres. Y notas cómo a la directiva prácticamente llegan solo hombres. Hombres nombrados por otros hombres. Y te das cuenta también de cómo el resto de mujeres ha aceptado esto como algo natural e inapelable, por lo que ni se quejan. Y si se quejan, no lo harán abiertamente; bien por miedo a represalias como ser tachada de histérica o de ver confabulaciones donde sólo hay meritocracia, o bien por miedo a crearse enemistades. También puede ser miedo a expresarse y encontrarse con que otras mujeres la miren como si acabara de decir una locura. Nos duele especialmente cuando los reproches vienen de las nuestras.

Y luego está el revisionado de tus películas o libros favoritos. Yo, directamente, ya no vuelvo a ver ni leer nada que me gustara especialmente en el pasado. Casi todas las historias de amor en libros y pelis (aunque no sean el hilo principal de la trama) están salpicadas del mito del amor romántico o usan la romantización del acoso y la violación. Desde Disney hasta el último estreno en cartelera. Cuando nos dicen eso de “es que ves machismo en todos lados” llevan razón. El problema es que quien lo dice no es consciente de que, efectivamente, hay machismo en todos lados.

Con la conciencia feminista viene también el cabreo obligado por otras cuestiones que antes pasabas por alto, como por ejemplo los anuncios de televisión, vallas publicitarias, carteles en escaparates y medios de transportes como el metro, el autobús, etc. A veces ni siquiera explícitos, sino muy sutiles. Y ya no sabes si te molestan más los primeros o los segundos, porque sabes que los sutiles no los percibe casi nadie y te sientes un poco sola al quejarte, si es que llegas a hacerlo. Muchas veces ni lo dirás en voz alta, porque sabes que puede crear polémica, y no siempre tiene una ganas.

Pero la parte buena es que ya no te sientes confusa o incluso culpable cuando algo considerado “normal” te hace saltar la alarma. Vas entendiendo que sí, que es normal, pero no porque esté bien, sino porque cualquier daño se puede normalizar.

Y lo mejor de la conciencia feminista es que sabes identificar mucho mejor cuándo te están tratando como si fueras tonta o estuvieras loca sólo porque ese algo que has dicho o hecho, lo has hecho tú, que eres mujer. El saber analizar las situaciones que antes no sabías explicarte te da el poder de decidir cómo quieres enfrentarte a ellas. Ponerle palabras a la experiencia de una opresión, sea la que sea (en este caso la propia de vivir en una sociedad machista), te da la capacidad no sólo de estar segura de que acabas de recibir una agresión o un trato discriminatorio, sino también de hacerte entender cuando te expreses. Nadie se queja de nada si no entiende que la están agrediendo o si se siente agredida pero no sabe por qué.

Cuando los conceptos van encajando por sí solos; cuando sabes que ningún piropo es inocuo -por muy amable que esté intentando ser el emisor- porque ya te das cuenta de todo lo que lleva detrás el hecho de que un desconocido se sienta con el derecho de evaluar tu físico; cuando ves cómo a otras mujeres les cuesta dar su opinión cuando hay demasiada gente escuchando y que, cuando lo hacen, son inmediatamente interrumpidas o criticadas de forma desproporcionada, etc., te puede parecer que todo es más complicado ahora. Pero la verdad es que no. Porque ahora ya tienes plena conciencia de dónde y de quién vienen las piedras, conciencia de qué batalla estás formando parte. Esto te permite elegir qué lugar quieres ocupar en esa batalla. Complicado era antes, cuando igualmente recibías pedradas pero no veías ni las piedras ni quién te las lanzaba ni por qué. Complicado era antes, cuando te dolía pero pensabas que era cosa tuya, por ser como eres.

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