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El Gatopardo y su perro existencial

Burt Lancaster, en el papel del príncipe de Salina, en la versión cinematográfica de Visconti de El Gatopardo.

Miguel Roig

El Gatopardo cuenta la historia del príncipe de Salina, Fabrizio Corbera, a partir de su madurez cuando llegan a Sicilia las fuerzas de Giuseppe Garibaldi en 1860. La revolución traerá la caída del absolutista rey Francisco II de Nápoles, el advenimiento de la monarquía constitucional y la unificación de Italia con el reinado de Víctor Manuel II, monarca de la casa de Saboya. Es entonces el fin de una época; se acaba el protagonismo de la aristocracia que deberá ceder espacio a la incipiente burguesía, al ideario liberal.

El príncipe de Salina asiste a este desplazamiento del poder, primero con asombro, pero después con un pragmatismo que exterioriza y hace famoso uno de los temas de la novela, el manido “si queremos que todo siga como está es preciso que todo cambie”. Sin embargo hay una lectura existencial de la vida que posiblemente sea lo más valioso de la obra y que permanece opacado por el llamado “gatopardismo” que remite a la frase citada. En la segunda de las ocho partes en que está estructurada la novela, el Príncipe se traslada con su familia a la residencia estival, el castillo de Donnafugata, desde donde se siguen los acontecimientos que alteran la vida de la isla y que cambiarán la de todos.

El Príncipe interactúa con los personajes del pueblo, especialmente con Calogero Sedàra, un burgués de escasa cultura que es alcalde del lugar y posee una inmensa fortuna producto de sus negocios inmobiliarios. Sedàra es invitado a cenar en el castillo y en lugar de ir con su mujer, a quien no deja salir a la calle salvo para ir a misa, lo hace con su hija Angélica. La muchacha es de una belleza sorprendente y, para enfatizarlo, Lampedusa escribe: “Los Salina se quedaron sin respiración; Tancredi llegó a sentir el latido de las venas en las sienes”. Tancredi Falconeri es el sobrino del príncipe Salina y hasta este momento de la novela cortejaba a Concetta, una de las hijas del Príncipe. Angélica se sienta junto a Tancredi que comienza a narrar episodios de la revolución, en la que participa, ocurridos en Palermo. Sin reparos habla de la irrupción en un convento de clausura y del pánico de las monjas y de un compañero de armas quien al salir del convento les grita: “Lo lamentamos hermanas, volveremos cuando nos consigáis algunas novicias”. Ante esto Angélica, turbada por la fantasía de violación, dice sin reparos: “¡Me hubiera gustado estar con ustedes!” De manera brutal Tancredi le responde, “Si hubiese estado usted, señorita, no habríamos tenido que esperar a las novicias”. La risa de Angélica, escribe Lampedusa, sube de tono y se vuelve estridente. Todos se levantan de la mesa.

En la versión cinematográfica de Il Gattopardo, realizada por Luchino Visconti, Claudia Cardinale interpreta a Angélica Sedàra y su carcajada ante las palabras de Tancredi es de tal magnitud que roza una aparente sobreactuación. Pero de ese gesto desmesurado se sirve Visconti para explicar no solo la falta de educación de la muchacha sino el modo en que la nueva clase viene a irrumpir en los salones de palacio que hasta ahora solo cobijaban los modos y las formas de los aristócratas.

En El caso Moro, Leonardo Sciascia, otro escritor siciliano, a propósito del político italiano, secuestrado y ejecutado por las Brigadas Rojas, sostiene que con Aldo Moro “uno tenía la impresión de que sabía ‘algo más’: el secreto italiano y católico de asimilar lo nuevo a lo viejo, de poner todo instrumento nuevo al servicio de las reglas antiguas; de que tenía, sobre todo, un conocimiento negativo, en forma de negativa, de la naturaleza humana”.

Esta característica que detecta Sciascia, esta forma líquida de expandirse en el tiempo y en el espacio de las ideas sin que el producto se modifique, es lo que Lampedusa define como el logro de alcanzar el máximo grado de equilibrio posible en un mundo inestable, en ese caso en el marco de los años que siguieron a la formación del Reino de Italia. Y esta es una de las maneras que describe para tal fin: “Tancredi aún era demasiado joven para aspirar a un cargo político concreto, pero su dinamismo y su dinero fresco lo hacían indispensable en todas partes; militaba en la muy rentable franja de la ‘extrema izquierda y de la extrema derecha’, estupendo trampolín que le permitiría realizar más tarde acrobacias admirables y admiradas; pero sabía enmascarar la intensa actividad política con una indiferencia y una levedad de expresión que le granjeaban la simpatía de todos”.

Unos meses antes de morir, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, quien no vería en vida publicada su obra El Gatopardo, le envió una copia mecanografiada de la novela a Enrico Merlo, uno de sus amigos más cultos. En la carta que acompaña la carpeta, a modo de posdata Lampedusa le advierte a Merlo: “Atención: el perro Bendicò es un personaje importantísimo y es casi la clave de la novela”. Sin duda lo es, ya que Bendicò acompaña durante toda la primera parte de la novela al Príncipe de Salina y, más que una sombra, el perro es un interlocutor a través del cual su dueño observa el mundo, una visión que apenas puede compartir con nadie y que tiene una carga existencial desde la que el Príncipe acepta la contingencia y se acerca a la muerte. Y la muerte adquiere sentido cuando muchos años después, fallecido ya el Príncipe en una escena que Lampedusa titula significativamente Fin de todo, una de sus hijas hace arrojar el cuerpo embalsamado del perro, deteriorado y apolillado, a un patio donde se deposita la basura. Eso es la muerte, lo que se lleva también consigo el pasado. Y ese otro mensaje de la novela, su leitmotiv, el llamado “gatopardismo” que indica que todo se puede retener si se es capaz de cambiarlo todo, no es más que una falsa ilusión.

Todo se diluye y acaba como el cuerpo de Bendicò “en un montoncito de polvo lívido”. Lo que realmente importa es entender esto y viajar lo más liviano posible, tanto mejor si se hace apreciando lo que la vida ofrece a los sentidos. En un fragmento editado en un apéndice y no incluido en el cuerpo de la novela, vemos cómo el Príncipe comprende esto en compañía de su querido perro. Narra Lampedusa: “Así pues, uno de los primeros signos de la recobrada serenidad de don Fabrizio fue la reanudación de sus fraternas relaciones con Bendicò; de nuevo pudo admirarse el espectáculo del hombre gigantesco paseando por el jardín con el perro coloso. El perro confiaba en enseñar al hombre el gusto por la actividad gratuita, inculcarle un poco de su dinamismo; el hombre hubiera deseado que, a través del afecto, el animal pudiese apreciar, si no la especulación abstracta propiamente dicha, al menos el placer de un ocio ilustrado y señorial, por supuesto, ninguno de los dos lo conseguía, pero igual eran dichosos porque la felicidad consiste en perseguir un objetivo, no en alcanzarlo; al menos eso dicen”.

Algunos actores políticos del actual conflicto nacionalista, como es obvio,  no se pueden permitir esta visión del mundo y en este sentido comparten destino con Tancredi Falconeri,  cuyo similar “dinamismo” les permite desplazarse en “la muy rentable franja de la extrema izquierda y de la extrema derecha” y no en la línea del príncipe de Salina que entendía su relación con el mundo de otra manera. Y su perro Bendicò también.

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