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Desde mi hora del lobo

Cristina Fallarás

Recuerdo perfectamente el momento exacto en el que leí la noticia del suicidio de un hombre en el Polígono Gornal de L’Hospitalet, capullo de suburbio. Era el invierno de 2010, noviembre, y el tipo, padre de familia, se colgó de un árbol por la tarde. Así lo relató La Vanguardia: “La víctima era electricista hasta que llegó la crisis. Una vez agotada la prestación por desempleo, pasó a cobrar una pensión de unos 300 euros ”debido a la depresión que sufría a raíz de no encontrar trabajo“, según Álvarez. Además de tener que hacer frente a un juicio por ocupación ilegal, Adigsa reclamaba a la familia 9.000 euros por haber entrado ”de patada“ al piso.” Recuerdo que pensé en el árbol y en la hora, sobre todo en la hora, a media tarde. La hora del lobo, esa que lanza su dentellada al temblor de la esencia que cobija nuestra víscera, llega mucho después. Eso pensé. Colgarse por la tarde significa vivir entre las fauces, me dije. Y recuerdo también que luego llegaron más suicidios, uno detrás de otro, más quitarse de en medio, de los cuales el de Amaia Egaña, ex concejal de Barakaldo, consiguió provocar en algunos un temblor pasajero.

Hace solo tres días, el pasado martes, día 9 de abril, después de casi cinco meses de silencio, los servicios jurídicos del BBVA volvieron a llamarme por teléfono.

Mientras escribo la frase anterior, y aun antes de hacerlo, me digo que la conmoción procede solo del primer enunciado, el primigenio, de la primera noticia. Me digo que si el primer suicida no enciende con su llama la revuelta, los siguientes, cada uno de ellos, será un vaso de agua sobre la misma llama que deberían atizar. Me digo que esa chuta de anestesia que pillamos en el lumpenbazar de la comunicación mata todo lo humano que nos queda, quién sabe cuánto, quién sabe dónde. Me digo que no debería contarlo.

Sin embargo, sigo.

—Buenos días, ¿la señora Fallarás?

—Sí, dígame.

—¿Es usted la señora Fallarás?

—Sí, dígame.

—Le llamo de los servicios jurídicos del BBVA.

—Sí, dígame.

—Quería informarle de que su casa va a salir a subasta.

Pienso No, por favor. Pienso Ya me he hecho vieja en esta pequeña etapa de dolores. Pienso ¿Cuántas edades tiene la vida que vivo? Digo:

—Eso ya me lo sé. Discúlpeme, en esto que me dice ya soy vieja.

—¿Perdone?

—Ustedes no subastarán mi casa porque estamos dentro —arrastro las palabras como si cargaran bolsas de arena, o porque las cargan—. Ustedes quieren amedrentarme.

Ella, la mujer que se reclama “servicios jurídicos” sigue hablando, pero ha salido el sol. A punto estoy de contarle que mi hija pequeña ha ido hoy al cole sin leotardos, con las piernas al aire. ¿Acaso debe parar la vida bajo las balas, la vida, el pan, la luz, la forma de encontrar un lápiz?

—Recuerdo que usted rechazó la dación en pago.

—No voy a salir corrien…

Miro el teléfono que un día de lluvia dejó mudo esa ¿compañía? llamada Orange, que luego llevé a liberar a un multilocutorio de la rama paqui, que ya ni da la hora, que filma mis trayectos en AVE a las televisiones en Madrid. Lo miro y cuelgo.

El hombre tenía 45 años, según dijeron entonces las noticias. “Vivía con su esposa y una hija de 14 años”, dijeron. “Por la mañana fue a visitar a su madre”, dijeron.

Mientras escribo todo lo anterior, y aun antes de hacerlo, me digo Fallarás esto ya está narrado. Y después, ¿Para qué, Fallarás?

Así acabó el pasado martes, día 9 de abril, después de casi cinco meses de silencio:

—Si quiere, pruebo otra vez con la dación en pago…

El miércoles —ayer cuando escribo estas cosas—, camino de un programa en La Sexta, me llamó la primera inmobiliaria:

—Le buscamos el apartamento que necesita —necesito gritar—, solo tiene que mandarnos un resumen de sus ingresos últimos, o la Renta de 2012.

Arena entre los dedos, estos días de mierda. Mil veces mil narré estos días putos que desde esta hora del lobo para mí aún son noticia.

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