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La importancia de no tener razón

Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Albert Rivera, durante un debate electoral

Antón Losada

Nada hay de malo en querer tener razón. Tampoco en pretender tenerla con contundencia o defenderla con firmeza. La deliberación democrática no está reñida con la pasión, tampoco con la fiereza dialéctica o la tensión, ni siquiera con la discusión ruidosa o la mala educación. Ese no es nuestro problema hoy. Las sociedades entran en zona hostil cuando se llenan de gente que sólo sabe tener razón y no sabe gestionar cuándo le falta. España se ha abarrotado de gente que sólo sabe tener razón. Sobre ese material resulta casi imposible construir una conversación pública decente y útil, porque la política nunca ha sido, ni será, el arte de tener razón, sino el arte del compromiso entre razones diferentes.

Cuando sólo sabes tener razón, sólo te interesan los argumentos y las situaciones que te la dan. Todas aquellas lógicas o circunstancias que te contradicen, o están mal, o las sostienen ignorantes, o son ilegales, o suponen una amenaza. Cuando te falta la razón no sabes qué hacer, tampoco cómo gestionarlo. Normalmente lo único que se te ocurre es reclamar que se vote hasta que los números te devuelvan la razón. Algo tan sencillo y tan básico como ponernos de acuerdo en que podemos no estar de acuerdo constituye un drama, porque todo debe ser convertido desde el primer instante en un escándalo, una indignidad, una traición o una felonía; solo así se evita dar explicaciones o confrontar argumentos y exponerse al riesgo de comprobar que los demás también tienen razón.

Así funciona hoy exactamente el debate político en España. Ha sido tomado al asalto por quienes, o les das la razón, o hay que estar votando una y otra vez hasta que ganen. La política es un combate y la toma de decisiones es un tanteador. Se confunden las palabras gruesas con las razones de peso y gritar con tener principios. El discrepante es, en el peor de los casos, una amenaza, un peligro, un golpista, un corrupto o un delincuente y, en el mejor de los casos, un cómplice, un cobarde o un colaboracionista.

Todas las encuestas, excepto el CIS, apuntan a la incapacidad de ningún partido para aumentar de manera significativa su distancia con respecto a sus competidores. El PSOE ha vuelto a la cabeza por poco pero acusa ya el desgaste del gobierno en minoría. Podemos ha detenido su retroceso pero apenas recupera. Ciudadanos no acaba de sorpasar con claridad al Partido Popular. Los populares parecen haber frenado su caída y poco más. La sensación es que todos ellos llevan repartiéndose los mismos votantes desde diciembre de 2015. Cambia el reparto, pero no los equilibrios.

Ninguno parece capaz de expandir su espacio incorporando a los votantes que, a derecha e izquierda, decidieron quedarse en casa hartos de la crispación, de los troles y de la política trol. Allí siguen, esperando a que alguien se decida a bajarse de la espiral de ruido y cambiar el tono, buscando alguien que quiera tener razón y la defienda pero sabiendo que no siempre la tiene y cómo gestionarlo, que aspire a ganar pero no de cualquier manera; que pretenda ganar con grandeza, con argumentos, con tolerancia y con un poco de sentido del humor.     

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