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Los dos jesuses

En la actualidad, no puede caminar y, aunque hace rehabilitación, tiene poca movilidad en las extremidades e importantes dificultades para mantenerse erguida. (FLICKR ZEEVVEEZ)

Gabriela Wiener

Fue curioso cuando nos dimos cuenta de que teníamos no uno sino dos jesuses en nuestras vidas, uno a cada lado de nuestra familia, uno a cada lado del océano. El tío de ella y el hermano pequeño de él. Uno tiene más de 60 años, el otro más de veinte. Ambos con diversidad funcional. Los jesusitos. A Jesús durante muchos años lo cuidó su mamá en Lima, ni siquiera era su madre biológica, pero fue su mamá contra todas las convenciones, contra todos los obstáculos, sin prestaciones económicas por dependencia, que hasta hace poco no existían en el Perú –recién este año se implementó una, por lo demás exigua–, mientras se hacía cargo de mil cosas más. Al otro Jesús, en Madrid, lo cuida su madre viuda, haciendo malabares para combinar una jubilación que debería ser más plácida y el cuidado de su hijo dependiente en casa, con una pensión de huérfano con diversidad funcional.

Con el tiempo, la mamá del Jesús limeño enfermó de agotamiento y ya no pudo hacerse cargo, aunque siguió siendo su mamá y comenzó a cuidarlo uno de sus hermanos, que descubrió una vocación a su lado, y no sé cómo se las arregló para terminar sus estudios de psicología mientras lo cuidaba. Entonces apareció otro hombre joven, que adoptó a Jesús como si fuera su bebé, se lo llevó a casa y todo este tiempo fue su papá, el que lo llevaba a la playa o a ver los peluches gigantes en los centros comerciales. El Jesús madrileño, en tanto, siguió a cargo de su madre año tras año, también durante la crisis, cuando las partidas más se recortaron, e incluso ahora que ella tiene 80 años.

Ojalá no tuviéramos que seguir hablando de sacrificios maternales, de ángeles inesperados, de que todo lo que necesitas es amor. Aún falta mucho para que seamos sociedades verdaderamente inclusivas –a unas les falta más que a otras– y para que empiece a calar la idea de que debemos funcionar en red, que no podemos dejar solas, ni nosotrxs, ni el Estado, a los interdependientes: a los que dependen y a aquellas personas que dentro o fuera de las familias se responsabilizan de sus cuidados, que hacen el trabajo invisible, no remunerado o mal remunerado en la retaguardia, que acogen, miman y dan vida a aquello que el capitalismo deshecha. Ojalá no lo hicieran casi siempre mujeres, aunque también algunos hombres que, ojalá cada vez que los viéramos en acción, no nos parecieran de otro planeta. Ojalá, también, que no fuera siempre el sistema de dependencia el más asfixiado, la última rueda del coche de las ayudas. Y aún hay quienes insisten en recortar, en discriminar, en deshumanizar el escaso apoyo que reciben los que cuidan.

Hay dos jesuses en nuestra familia, bueno, había, ya no, ya no son dos. Esta mañana perdimos a uno. Los doctores les dijeron que Jesús no duraría ni un año por su discapacidad severa. Nuestro Jesús vivió 23 años gracias al amor. Esto lo saben quienes tienen a niñxs con diversidad funcional a su cargo, son siempre más dulces, más graciosos, más puros y nobles, generan algo mejor dentro de nosotros. Y, por eso también, su ausencia puede golpearnos como nada. Jesús siempre llamaba a su hermano “Jaime España”. No sabía qué era España, ni falta que le hacía, pero cuando oía esa palabra lo que aparecía en su memoria era su hermano mayor, que un día se fue del Perú y que volvía a verle cada año. Porque a diferencia de lo que aseguran los mismos miserables que quieren privatizar la sanidad pública, los que no nacimos en este país no siempre traemos aquí todos nuestros “problemas”. Somos los dueños de un amor, a veces un dolor, que flota sobre el mar que nos separa.

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