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La memoria de un gol

Teófilo Cubillas

Sabrina Duque

Teófilo Cubillas desembarcó en Oporto con una pregunta: ¿Alguien me regala las imágenes de mis goles? El futbolista peruano quizás tenía nostalgia, quizás tenía curiosidad: quería observar lo que había sido. Lo que habían sido sus compañeros. Pero no. Nada. No había nada para él.

Era marzo de 2012 y Cubillas, un futbolista peruano que en los años setenta se había convertido un ídolo en esa ciudad portuguesa, llegaba para un homenaje que le hacía el Porto F.C. a su antiguo goleador. Pero también estaba en busca de una memoria. De la oportunidad de mirar con distancia al ídolo que fue.

Los estudiosos de la memoria ya nos han advertido que no tenemos recuerdos infantiles: tenemos remembranzas de las fotos y de los filmes de nuestra infancia que durante años visitamos una y otra vez, acompañados de parientes que nos contaron cómo había sido aquel día. La memoria ya no es sólo del hecho, es del registro. Quizás Cubillas quería cotejar hechos e imágenes en su cabeza. Explorar, después de tantos años, la diferencia entre lo que imaginaba que había ocurrido mientras driblaba a sus oponentes y cómo había sucedido, según la cámara que lo perseguía en campo. O rastrear un vínculo entre el pasado y el presente. Cómo eran los Eusebios y los Cubillas. Cómo son los Ronaldos y los Messis.

Cubillas está tan metido en la memoria portuguesa que hasta se volvió personaje literario. En La máquina de hacer españoles, del escritor Walter Hugo Mãe -quien tenía cuatro años cuando Cubillas goleaba en el Porto F.C.- Cubillas aparece primero en un póster, conservado con esmero en un hogar de ancianos, y después en los recuerdos de una señora que había tenido con él un romance de una noche. Cuando Teófilo Cubillas desembarcó en Oporto aquel día de 2012, yo vivía en Lisboa y escuchaba la radio mientras un comentarista deportivo se quejaba de la mala administración del acervo audiovisual de Portugal, porque nadie había aparecido aún con el regalo para el mítico Cubillas. Anoté entonces en mi diario esa anécdota del futbolista en busca de memorias, en un país que cuarenta años después no lo había olvidado, pero había perdido muchas imágenes de sus goles.

Pensé entonces que la búsqueda de Cubillas se parecía a la búsqueda de mi tía por las recetas de mi abuela o a la búsqueda del curador de una muestra sobre los primeros años de la República en Brasil por las imágenes de las personas paseando por las calles del centro de Rio de Janeiro. Las películas, los programas de radio, las grabaciones de audio y video, los programas de televisión, -igual que las iglesias barrocas, las recetas y los bailes populares- conservan nuestra identidad. Son el registro en movimiento de la historia común. Son una caja de recuerdos vivos, una herencia. Con ellas, se hizo más fácil recopilar información sobre los siglos veinte y veintiuno. Ya no se dependía del nivel de detalle primoroso de un cronista para evocar el corte de las chaquetas que usaban las personas hace cien años. Ahí están los australianos, que conservan La historia de la banda de Kelly (1906), el primer largometraje de ficción producido en el planeta y una ventana para asomarse a la Australia que fue. O la colección que comparten Francia y Reino Unido, del llamamiento del 18 de junio de 1940, donde están el manuscrito del discurso de De Gaulle llamando a la resistencia francesa contra los nazis y la grabación que se transmitió por la BBC. Cuando llegaron las imágenes a colores, ni siquiera los tonos de la pintura de las casas se perdieron. Hoy, quien descubre un viejo casete de VHS en casa siente que ha descubierto un mundo lejano, pero que de alguna forma aún es tangible. Quizás es lo que buscaba Cubillas, el goleador. Después de tantos años con la memoria del registro, buscar el registro de la memoria. Quizás Cubillas llegó a pensar que el tamaño de sus hazañas no era real y quiso cotejar recuerdos con documentos.

Algunas imágenes que capturamos hoy son fugaces. Tienen muerte programada en Snapchat. Las historias de Instagram desaparecen al cabo de unas horas. Me angustia el oficio de los historiadores del futuro, cuando ya no hay cartas y las fotografías personales se quedan en los teléfonos. Les quedarán los textos y las imágenes que publiquen los diarios, poco más. Me angustia pensando que toda la memoria que guardamos en Internet puede evaporarse un día. Hay tantos videos en la red que pueden servir para contar la historia de este tiempo de aquí a unas décadas. ¿Seguirán ahí? ¿Qué hará el historiador del futuro sin fuentes primarias?

Hace unos días se celebró el Día Mundial del Patrimonio Audiovisual. Y el tema de este año fue “Descubrir, recordar y compartir”. Las imágenes de la caída del muro de Berlín, por ejemplo, nos trasladan no sólo a una fecha, nos transmiten el sentimiento de una época. Una cinta casera de video puede ser un objeto con el que no sabemos muy bien qué hacer, pero también puede ser una oportunidad para documentar escenarios perdidos, canciones en desuso y las formas en que una familia celebraban el cumpleaños de la abuela hace más de treinta años. E iluminar, así, detalles sobre la vida en aquella ciudad. Aquel país. Aquello que fue y que nos ayuda a pensar en los sonidos que somos y en las imágenes que seremos.

La historia de Cubillas con la que comencé este relato tuvo un final feliz dos años después. En 2014, el Porto F.C. subió a su página de Facebook una felicitación de cumpleaños para el futbolista legendario. Era una selección de sus mejores goles. Habían descubierto algunos que hacía tiempo no encontraban. Cuando leí la noticia -y me asomé a la página para ver los goles- me pregunté también por la necesidad de Cubillas de poner a prueba su memoria. Él sabía que había hecho esos goles y yo no entendía las ansias de la confirmación empírica de su sabiduría afectiva. Me pregunto si alguien guardó para él -en un formato físico- aquel video que el Porto publicó en Facebook. Al final, quizás Cubillas quería hallar ese registro para compartir su historia con quienes no estuvieron ahí para verla.

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