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La mentira, el linchamiento público y las dimisiones

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes

Imma Aguilar Nàcher

Da la sensación de que nos movemos por pasillos alargados llenos de cortinas de humo que no llevan a ningún lugar. El humo va confundiendo y manipulando a los que perciben las acciones de unos u otros. Todo es humo, todo es percepción. La comunicación pública trabaja sobre percepciones y no sobre realidades. Llega un momento en que lo importante ya no es tanto si Cifuentes ha mentido, sino cómo maneja las formas, los términos de su defensa, sus ataques, las cortinas de humo perfectas, evasoras, temas que desvían la atención, que nos hacen hablar de aspectos colaterales que carecen de gravedad.

En política importan las formas que son fondo, sí. Pero siempre que no nos desvíen del fondo. Y en este asunto de la formación académica de Cifuentes, lo importante es la verdad. La mentira en política es el principal pecado, y la dimisión es la pena política más dolorosa y humillante.

En España hay poca tradición de dimisión, sobre todo, desde que el Partido Popular ha instalado su particular forma de entender la rendición pública de cuentas. En otros países europeos, ha habido primeros ministros que han dimitido por plagiar un trabajo académico. Y aquí, Cristina Cifuentes podría salir indemne de su presunta mentira, en complicidad con responsables académicos, solo por defecto de formas.

No sabemos cuál es la verdad, pero de ser ciertas las acusaciones, muchos ciudadanos empatizan con Cifuentes a causa de la percepción de linchamiento público. Se analizan las formas, los detalles, las consecuencias. Pero lo que está en juego es la mentira.

Cabe preguntarse en este juego de víctimas y verdugos, de quién es cada uno de los papeles. El medio que destapa la información, la presidenta, la opinión pública, la Universidad, los otros medios, los rivales políticos. Nos estamos perdiendo en eso, en el humo que ciega la acción moral y política.

Un trabajo como el mío, la asesoría política, tiene como objetivo alinear al político. Es decir, que sea coherente lo que piensa, lo que siente, lo que hace y lo que dice. Créanme que prácticamente ninguno de nosotros pasaría el examen de esta coherencia exigible en la vida pública, en el marco de la moral pública. Los políticos, la mayoría, no están perfectamente alineados, pero es en la mentira cuando se produce la incoherencia máxima. En la política existen zonas de penumbra pero no para mentir, son los escenarios de la negociación, la discreción, el secreto y la opacidad. Pero esos escenarios no valen para la mentira.

A la incoherencia humana, y el miedo de los políticos al fracaso, se une la facilidad con la que hoy se pueden hacer linchamientos públicos. Ya no se trata de penas de telediario, sino de penas de redes sociales. En este caso, como siempre, se pone el acento en el mensajero. No maten al mensajero. Sigue habiendo una zona clara de valor, la de la verdad. Y la verdad es única.

Añadan algo más: los sesgos cognitivos y las espirales de opinión. Me refiero a la verdad que queremos, la que mejor nos ajusta, la que viene de nuestras comunidades, la que alimenta nuestra opinión compartida. No analizamos los hechos, nos quedamos con las percepciones compartidas. Y con todo, la presidenta, en caso de mentir, podría salir indemne solo por un defecto de formas, y por un exceso de apreciación por la formas.

Ni siquiera en el caso en que este medio, en el que me honro en colaborar, hubiera publicado sin fundamento ni razón, la mentira estaría a salvo. La verdad se tiene que demostrar y la mentira tiene castigo.

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