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La muerte como negocio

Chernóbil se ha convertido en un referente turístico a raíz del accidente nuclear

Lolita Bosch

Hace años supe del primer narcotour que se hacía en el noroeste mexicano para ver los lugares donde estaban enterrados algunos capos, donde se habían librado algunas batallas y donde nacieron algunos líderes de cárteles que habían “alcanzado” representación nacional e incluso internacional. Pensé en inscribirme porque había leído mucho sobre los nombres y lugares que recorrían; y recuerdo tener un dilema sobre qué debía hacer. Finalmente decidí no hacer el tour. Ya sabía de recorridos por mansiones de Hollywood y caminos a pie para cruzar la frontera franco-española que sirvió de camino del exilio. Todas eran propuestas distintas pero todas tenían algo en común. Hoy, aquel dilema parece casi silenciado. Los tours han llegado a nuestras pantallas y, de este modo, a nuestras casas.

La extraordinaria escritora Svetlana Aleksiévich ha observado con horror las ristras de turistas que se hacen fotos en lugares altamente tóxicos porque han visto la serie basada en su periodismo de investigación imprescindible. Lo uso como ejemplo extremo aunque podríamos hablar de las visitas a Alcásser, a lugares de masacre en El Salvador o del terrible espectáculo en el que algunas personas convierten su visita a los campos nazis.

Y hemos ido más allá, mucho más allá. Entiendo perfectamente la curiosidad por ver lugares históricos, recorrer espacios que nos parecen propios, caminar por caminos sagrados y rendir homenaje a víctimas de todo el planeta. La experiencia de la muerte que nos llega con las pantallas, no obstante, a menos que esté hecho con objetivos muy humanos y generosos, es una pseudoexperiencia morbosa con la que filósofos como Adorno o Benjamin hubieran llenado libros atónitos, críticos y alarmantes: No sigan por ahí, nos dirían, éste no es el camino. No lo es. La prueba es la banalidad con la que hemos aprendido a relacionar nuestras vidas y nuestras muertes con las de los personajes de las pantallas.

Hace poco unos niños de unos 9 o 10 años jugaban a disparar con una pistola imaginaria a mi hija, que estaba columpiándose en un parque, y cuando me acerqué a preguntarles que estaban haciendo me dijeron: jugamos a que es un árabe en un videojuego. ¿Se imaginan? “Jugamos a que es un árabe en un videojuego.” Un juego, no un hombre sino un hombre árabe y no la vida sino una pantalla.

No soy tecnófoba (lo soy un poco, lo justo) y confío en todos los nuevos canales de difusión de la cultura y la democratización del acceso al saber. Pero dije cultura y saber. Convertir la muerte en un espectáculo está ampliamente estudiado tras experiencias comunitariamente traumáticas como las matanzas de los narcotraficantes, la guerra civil de la ex Yugoslavia (sí, en aquel momento fue una guerra civil), campos de concentración en Polonia o masacres incomprensibles como las de los jémeres rojos. Hay que saberlo, estudiarlo, entenderlo y usarlo para hacer un mundo y un futuro mejor. Pero no para vender, banalizar y hurgar en la muerte de una esquiadora que por alguna razón ha conmovido a un país que sería mucho mejor si una parte del tiempo que le dedican al morbo leyeran Madame Bovary, Pedro Páramo, Patria, La guerra no tiene rostro de mujer, Mort de dama, etc.

No las pantallas, dijera Guy Debord, no son las culpables. El uso que hacemos de ellas para matar en un videojuego o convertir en un espectáculo un dolor privado e íntimo son nuestra responsabilidad. Asumámosla.

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