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La muerte

Miguel Roig

Según la perspectiva desde donde se la mire, la muerte puede ser el fin, una incertidumbre o un paso superador. La nada para el ateo, una incógnita para el agnóstico o la trascendencia para un católico, por tomar tres enfoques.

Siempre ha reclamado un relato que no la explica, la enmascara ya que es el otro vértice de la principal contradicción a la que nos enfrentamos: nacer para morir.

¿Qué significa el minuto de silencio que se le dispensa al ausente? ¿O qué contiene el aplauso que suele atronar las puertas de los cementerios o los hemiciclos o los teatros cuando se despide a una figura pública? El silencio puede querer escenificar una pausa simbólica, un paréntesis vital para ofrendar unos segundos propios de vida a la ausencia eterna del que partió. El aplauso, en cambio, atronador, tapar la mudez insoportable del semejante que acaba de irse.

Platón sostenía que la filosofía es el camino para aprender a morir; Cioran, en cambio, entendía que se vive para ir hacia la muerte y que las contradicciones hacen de la vida un sin sentido pero algo, al fin, que merece experimentarse: ser vivida.

Cuando se quita del programa de enseñanza secundaria a la filosofía podría interpretarse que se pretende quitar también un peso de encima a los jóvenes estudiantes: ponerles a pensar en la muerte. Tal vez sea todo lo contrario y les están escamoteando una posibilidad de reflexionar sobre la vida. Ignorar o dejar de contar con algunas reflexiones sobre el fin nos da una perspectiva muy limitada de todo el trecho a recorrer, en el mejor sentido posible, el de poder escoger un modo de vida. «Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo tomé el menos transitado; eso hizo toda la diferencia», escribe Robert Frost en su poema «El camino no elegido» («The Road Not Taken»). Pensar la vida es pensar la muerte y a partir de ella escoger un modo de vivir, aprovechar el tiempo vital para seguir los pasos de otro o aventurarse, como propone Frost, por sendas poco habituales.

Nos cuesta mucho hablar de la muerte y puede que sin darnos cuenta de lo que no estamos hablando ni pensando es en la vida. Hace unas pocas semanas nos enfrentamos a la muerte de Leonard Cohen conformándonos con el simple hecho de que esta se produjo por una caída nocturna: «murió en la noche del 7 de noviembre mientras dormía después de una caída en mitad de la noche», afirmó la agencia Europa Press. Pareciera que así como los bebés llegan desde París, la parca llega mientras duermes, te empuja fuera de la cama y allí te quedas. Solo el periodista David Remnick, director de The New Yorker, quien le hizo una última y larga entrevista que publicó en esa revista , dijo a las claras que Cohen padecía cáncer. De eso murió, ¿por qué ocultarlo? No hablar de la enfermedad para no hablar de la muerte. La escritora Begoña Huertas ha reseñado la larga lista de escritores que han padecido, empezando por el cáncer, las más terribles dolencias y que no le han dedicado una sola línea: la enfermedad no tiene lugar en la ficción; la muerte pasa a un segundo plano o peor, al ocultamiento. «¿Austen? ¿Stendhal? ¿Dostoievski? ¿Joyce? ¿McCuller? ¿Faulkner? ¿Murdoch? ¿Alguno trata la enfermedad como tema literario? Puedo recordar que hay personajes enfermos mentales, tuertos, tullidos, acatarrados momentáneamente, accidentados… pero ¿alguno cuya enfermedad sea soporte para el desarrollo de la obra, cuyo padecimiento sea esencial para vertebrar el guión?», se pregunta Huertas.

La muerte se niega y, obviamente, su causa, la enfermedad.

No pensamos en ella y ahí está, guiándonos por el camino más transitado, por el lugar común, por el derrotero equívoco de siempre. Su plan se cumple sistemáticamente con nuestra ignorancia.

Con la democracia pasa igual: negamos sus falacias y la mantenemos inmóvil. «La democracia es el menos malo de los sistemas políticos», dijo, sacralizando el error, Churchill. Hacemos del fracaso, desde la pereza intelectual, un modo de convivencia sin buscar una mínima superación para pasar a un estadio de libertades y derechos más amplios. Un espacio en el que se hable de la vida de todos y no de la muerte de una política, Rita Barberá, bajo la sospecha de corrupción. Su partido, que la defendió y la señaló acusadoramente, según convenía a sus propios intereses, señaló al cuerpo social como causante del deceso. Es irracional. Tanto como quitar el estudio de la filosofía en los institutos. O no: simplemente es un plan de ese partido. Un plan que poco tiene que ver con la vida.

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