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¿Son necesarios los debates electorales? ¿Qué debates?

Los equipos de los cuatro principales partidos, en el plató del debate a cuatro

Pau Marí-Klose

Una democracia se oxigena con deliberación pública de calidad. La ausencia de esta deliberación impide que podamos reconocer corrientes de opinión subterránea que tienen dificultades para emerger por sí mismas, dificulta que podamos identificar lo que son (y no son) responsabilidades políticas en la marcha de la cosa pública, y favorece que el poder pueda esquivar más fácilmente la reprobación electoral cuando su rendimiento político es deficiente o incurre en comportamientos ilícitos.

Algunos gustan de relacionar deliberación con la existencia de debates políticos entre candidatos en televisión. Se argumenta que los debates son un signo de normalidad democrática. Oyendo a algunos analistas parecería que la falta de debates comprometería la salud de la democracia, como si no existieran otros mecanismos para rendir cuentas y ejercer el control sobre los políticos. En las últimas elecciones, la decisión de ciertos candidatos de no acudir a alguna de las numerosas convocatorias que hicieron determinadas empresas mediáticas y entidades espoleó a periodistas a criticar de manera gruesa a esos políticos, secundados por analistas y politólogos mediáticos. Sumándose al coro, el líder de Podemos llegó a afirmar “es la obligación de todos los candidatos” acudir a los debates durante la campaña electoral y planteó la posibilidad de legislar la obligación de los candidatos a celebrar debates.

Lo primero que conviene subrayar es que no todas las democracias celebran debates y la mayoría no lo hace de manera institucionalizada. No celebrar un debate no es una aberración. En Reino Unido, que frecuentemente se cita como país ejemplar en la gestión mediática de los procesos políticos, el primer debate televisado se celebró en 2010. En Australia en 1984, en Francia en 1974, en Alemania en 1972 y en Canadá en 1968. En Estados Unidos, donde los debates ocupan una centralidad indudable durante la campaña y ya se celebraban en los sesenta, hasta 1976 no se convirtieron en un ejercicio institucionalizado de la campaña electoral. De hecho, en Canadá y Alemania han vivido períodos sin debates (1968-1979 en Canadá, 1990-2002 en Alemania). En Francia, el debate presidencial no se celebró en 2002. En España, el primer debate tuvo lugar en 1993 y desde entonces ha habido debates en tres convocatorias más.

En casi todos los debates celebrados en España, la prensa ha tendido a ser muy crítica con los resultados, atizando de modo general a los candidatos, a veces por déficits de preparación o uso sesgado de datos, otras resaltando su uso dudoso de ciertas referencias (¿recuerdan a la niña de Rajoy?), su (deficiente) compostura ante la cámara, el vestuario, sus olvidos y muestras de ignorancia o incluso los problemas de dicción del candidato. Una crítica recurrente (de la que se han salvado solo unos pocos) es que los debates han sido broncos y han estado plagados de reproches mutuos.

A la vista del tono generalmente crítico que ha adoptado la prensa en la evaluación del resultado de los debates, sorprende el ahínco con que algunos periodistas y politólogos mediáticos siguen insistiendo en la importancia de este evento. Algunos llegan incluso a reclamar varios debates a lo largo de la campaña, como si en juego hubiera un bien público que merece reverencia especial.

No cabe duda de que algunos elementos de los debates los convierten en un instrumento potencialmente enriquecedor para la deliberación democrática. Los debates pueden ser una fuente de información política particularmente rica para votantes habitualmente poco expuestos a este tipo de información, pueden reforzar el interés de los votantes en la campaña política en el período posterior a su celebración y animar a la ciudadanía a participar. Diversos estudios han acreditado esos efectos. También han apuntado en otras direcciones. Un ejemplo es la investigación politológica norteamericana sobre videomalaise (algo así como el malestar político generado por la exposición a retransmisiones televisivas de eventos políticos), que ha evidenciado mediante análisis experimental efectos negativos de los debates que presentan altos niveles de conflictividad, crispación y descortesía sobre actitudes ciudadanas de confianza en las instituciones. En estos trabajos (ejemplo 1, ejemplo 2) se pone de relieve que los espectadores que asisten a debates “inciviles” tienden a manifestar niveles más altos de cinismo y desafección política tras verse expuestos a ese tipo de espectáculos, especialmente si estas actitudes han sido reforzadas por programas de análisis post-debate que ponen el foco en la actuación de los candidatos en lugar de sus propuestas políticas. Estos efectos indeseados pueden tener una proyección duradera en el tiempo.

La existencia o no de debates electorales no es, en todo caso, un indicador que ningún índice de referencia internacional utilice en la confección de mediciones de calidad democrática. Sería poco riguroso puesto que el resultado de los debates es indeterminado y, si en algún caso pueden promover valores positivos en el proceso político, en muchos otros el balance es neutro o negativo.

¿Son los debates en España un instrumento que favorece la deliberación o la coarta, alimentando la desafección y el cinismo político? Es una pregunta difícil de contestar porque la investigación en nuestro país sobre estas cuestiones está en mantillas. Sin embargo hay razones para dudar del optimismo respecto a los debates que predomina en el discurso mediático y mediático-politológico, especialmente de los que vienen celebrándose en las últimas convocatorias electorales.

En el mundo académico no es difícil encontrar profesores e investigadores especialistas en cuestiones de política pública que asistimos con bochorno al tratamiento que se da a algunos de estos temas. Cuando se llegan a abordar (cosa que no ocurre siempre porque en los debates españoles suele prevalecer obsesivamente la discusión sobre politics – el “politiqueo” – sobre la discusión sobre policies –las políticas–) predomina la superficialidad, la brocha gorda, cuando no el uso sesgado y partidista de datos. Difícilmente puede ser de otro modo. Organizadores y moderadores pretenden que temas extraordinariamente complejos se discutan en intervalos muy cortos de tiempo. Apremiados por el tiempo, intentando que el ritmo del debate se ágil y retenga a los espectadores frente a sus pantallas, los candidatos se limitan a realizar diagnósticos interesados y enunciar sus propuestas sin profundizar mucho en ellas, ni examinar los pros y los contras de las propuestas rivales. Estas últimas o se ignoran o se suelen descalificar de manera displicente con enmiendas a la totalidad. Las intervenciones de los candidatos acostumbran a verse interrumpidas por sus rivales, lo que da pie a continuados y cansinos reproches mutuos por haber sido objeto de interrupción.

La concepción predominante es pugilística. Los debates se conciben como actos únicos, históricos, que enfrentan a gladiadores que se han preparado concienzudamente con sus equipos para vencer. En su versión más espectacularizada y novedosa, el debate propiamente dicho viene precedido por programas que comienzan una hora antes de que se empiece a debatir, donde se recoge la llegada del candidato a los estudios de televisión, se captura sus impresiones previas y la de sus asesores y se comenta cualquier pequeña incidencia que los “especialistas” sentados en el plató entienden que puede influir en el rendimiento de los púgiles. Presentadores y comentaristas se convierten en parte esencial del espectáculo, tanto en las pausas como especialmente en el análisis post-combate (perdón, post-debate). Sus evaluaciones empaquetan el fenómeno político, lo dotan de sentido y lo enmarcan en lógicas periodísticas. Especialmente ponen el foco en lo que entienden momentos cruciales, donde los púgiles han estado especialmente acertados porque han puesto en evidencia a su rival o, por el contrario, han cometido un error. Algunos comentaristas viven obsesionados por encontrar “zascas”, una suerte de golpes en la mandíbula que noquean momentáneamente al rival En general, predomina el tono negativo sobre la calidad de lo acontecido, el desdén hacia los políticos, que alimenta las bajas pasiones de una audiencia anti-política, deseosa de confirmar que los políticos son irrecuperables.

En estas condiciones, y con un partido antiestablishment en liza que ha convertido la agresividad con sus rivales del establishment en seña de identidad política, las tendencias a la crispación y la incivilidad (de todos) se han acentuado. Es difícil pensar que, bajo estos parámetros y a la vista de lo que nos explica la literatura sobre la videomalaise, haya muchas razones para congratularse de que los candidatos van a reunirse una vez más el día 13 a celebrar un debate. Hace unos días, Pablo Iglesias y Albert Rivera ya se enzarzaron en un debate bronco bajo la mirada atónita de Jordi Évole. Unos meses antes, los medios habían destacado el elevado nivel de crispación y la poca calidad del debate entre Rajoy y Sánchez (ante la mirada atónita de Manuel Campos). But the show must go on.

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