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Y si el odio está aquí para quedarse

Varias mujeres sentadas en un bordillo en la calle en la noche del atentado en Barcelona este 17 de agosto.

Rosa María Artal

Cuentan testigos presenciales que el sujeto que atentó en La Rambla de Barcelona lanzó su furgoneta contra un niño de 3 años que encontró a su paso en la multitud presente en La Rambla, dejando un terrible balance de muerte y dolor. Cuesta entender tamaña maldad hacia desconocidos, hacia una criatura que comenzaba a vivir. Apenas unos días antes Christopher Cantwell, un portavoz de la marcha supremacista de Charlottesville en EEUU, había dado la clave por la que ni le conmovía el asesinato de una mujer por uno de los suyos: “Estaba justificado”, “nuestros rivales son un puñado de animales que no saben apartarse”.

Ocurre que los asesinos no sienten a sus víctimas como sus semejantes.

De un lado tenemos esa falta de empatía que define al ser humano, del otro el odio que se ha instalado con extraordinaria virulencia en las relaciones sociales. Y es tan intensa su presencia que habremos de abordarlo como primer objetivo, porque no para de crecer. Se abona a sí mismo, sin cesar. Y saca lo peor del género humano en individuos proclives.

La indignación es lógica cuando nos vemos sacudidos por atentados, por el desgarro que causa la muerte de inocentes, la muerte en sí, el dolor, el daño. La persecución de los terroristas, la investigación, la acción judicial, la condena son ineludibles. Pero no bastan. Si bastasen se hubiera acabado con la lacra hace tiempo, o al menos hubiera dejado de crecer. Nos hallamos ante un problema vital destinado, al parecer, a quedarse. Ya nadie está libre de caer a manos de esta sanguinaria irracionalidad. Es y va a ser una forma de vivir. Insistamos en la base de que la seguridad absoluta no existe. Vamos camino de acrecentar precisamente la inseguridad. De ahí que sea imprescindible hacerse muchas más preguntas y buscar más respuestas y soluciones que la reacción emocional.

Hay que encontrar las raíces del odio, que no se explican solo por una maldad innata en ciertos sujetos. Bastan unos pocos para sembrar el caos, no es una actitud generalizada, y menos en los millones de personas de comparten país o religión con los asesinos. Atendamos a cómo crece también la repuesta de odio en quienes lo llevan previamente en su ser presto a lanzarlo como arma a sus oponentes. Ese odio reconcomido que salta cada vez que encuentra oportunidad. El que estamos viendo, aquí, en España, en una serie de desaprensivos con notable altavoz en los medios. Bochornoso espectáculo que clama por las víctimas mientras las sirve descuartizadas para el morbo y el lucro, o que usa independentismo o “turismofobia” para culpar a los propios afectados. De forma que se pide rendición ante el turista y a la vez echar a todo el que llegue a nuestro suelo pobre o con un color de piel inadecuado a su gusto.

Odio, Hate, es la palabra que estremece hoy a los Estados Unidos de América y no dejan de indagar en su historia para saber por qué ha llegado a nuestros días tan vigoroso. Por las heridas que no se cierran como deben cerrarse, valoran. El historiador Richard Hofstadter analiza en Time –que le ha dedicado al odio casi un monográfico– que “siempre hay una guerra para volver a América grande, porque siempre hay quienes creen que la grandeza americana está bajo asalto de 'la otra”. Es regla común a todos los torpes, simples y peligrosos maniqueísmos. O blanco o negro. El bien o el mal. Tú o yo. Claramente es lo que arma al yihadismo feroz. Y a las ideologías ultras que salen a palo ciego cada vez que tienen ocasión. “El portavoz paranoico trafica en el nacimiento y muerte de mundos enteros, órdenes políticos enteros, sistemas enteros de valores humanos”, dice Hofstadter. Ahí pueden ver las fauces de muchos analistas españoles y de quienes siguen su línea –en las redes por ejemplo– sin hacer muchas más preguntas.

En cada atentado, los políticos posan para la imagen de unidad. Rajoy y la plana mayor de los líderes explican que los terroristas quieren cambiar “nuestros valores y nuestro sistema de vida”. Ahí hay otra clave decisiva. Hemos de preguntarnos con urgencia qué hemos hecho con nuestros valores y nuestro sistema de vida, si realmente permanecen. Sabemos que el terrorismo yihadista se financia desde países amigos de muchas autoridades occidentales, en intercambios comerciales que obvian su contribución al terror. Y sabemos que existe la misma dualidad entre quienes abrazan a las víctimas de la barbarie terrorista mientras besan a sus promotores. Hay momentos en los que asalta la terrible sospecha de que el terrorismo también es un negocio, o es usado para ese fin.

Los portadores del odio que mata no sienten a sus víctimas, decíamos, como sus semejantes. Los valores de los que presumen nuestros portavoces tampoco parece que las estimen demasiado. No se dispara a tus semejantes cuando los ves en el agua intentando llegar nadando a la costa. No les pones alambradas de espinos. Y desde luego no parece que toda la Unión Europea considere sus semejantes a los refugiados que se hunden en el Mediterráneo, pagando a guardacostas libios que a su vez quieren echar testigos como las ONG. No es sin duda el reinado de un fanatismo ciego, pero, si lo miramos bien, entre “nuestros valores” cada vez existe menos la solidaridad y ni siquiera la justicia cuando se saquean las arcas públicas o se gobierna para unos pocos en detrimento de otros. Las políticas de la desigualdad han dejado muchas víctimas. El mundo no es como lo cuentan en las declaraciones solemnes. Y es temible adónde puede llevarnos este pulso entre actitudes de brutal deshumanición.

Ahondemos a ver si el odio crece por la pérdida de valores reales. Se ha dado la vuelta a la escala que los clasificaba, siquiera que los aglutinaba. Y por los instrumentos que se usan para enmascarar el nuevo orden. El egoísmo atroz del sistema no es un valor, ni la banalidad, ni la búsqueda del beneficio económico como suprema aspiración. Solíamos entender como valores otros conceptos: la búsqueda de la equidad, la justicia, la honestidad, la ética, la educación integral, el idealismo, los derechos humanos, los derechos civiles, los que ayudan a disfrutar de la vida en salud, la generosidad, la libertad.

Muchos españoles portan estos valores aunque la mugre parezca ocultarlos. En los atentados del 11M, Madrid, España, fue un ejemplo para el mundo de valentía, madurez y coraje. Y así se destacó en los foros internacionales. Ahora lo es en Barcelona y las buenas gentes de toda la Tierra lloran con nosotros. De nuevo hemos visto en Barcelona, en Cambrils, en Catalunya, en España a todo ese sólido entramado de los servicios civiles volcados en ayudar y resolver. Los que practican la cooperación, otra característica humana fundamental. Los Mossos, policía autónoma, en particular que evitaron una catástrofe mayor en Cambrils entrada la madrugada. Fallaron algunos periodistas, cada vez ocurre más. Pero, por cuanto nos jugamos en ello, hay que aislar a las personas tóxicas, no permitir que copen el discurso y se aúpen hasta sobre las víctimas de atentados para obtener sus fines. Portavoces paranoicos… o mercenarios. No tenemos tiempo para ellos.

“La inseguridad está en proceso de ser convertida en el sujeto principal –quizás en la razón suprema– que moldea el actual ejercicio del poder”, escribía Zygmunt Bauman. Muchos viven de ello. Muchos están muriendo por ello. Es muy difícil aunar el temor, la prudencia y la razón, pero es a lo que la amenaza del odio nos aboca.

Miles de personas coreando “No tinc por”, no tengo miedo, en el corazón de Barcelona este viernes –con los muertos aún sin enterrar, las heridas sin curar y el odio asesino suelto–, merecen el más grande abrazo solidario y soluciones racionales y efectivas. Si el odio está aquí para quedarse, hablamos de otra dimensión.

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