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El papel de las emociones en política

Víctor Alonso Rocafort

Flectere si nequeo superos, acheronta movebo.

Esta cita latina de Virgilio encabeza La interpretación de los sueños, el libro que tras los Estudios sobre la histeria dio comienzo a la extraordinaria aventura intelectual de Sigmund Freud. “Si no puedo persuadir a los dioses del cielo, moveré a los del infierno”.

Las emociones están en ese mundo subterráneo que nos habita, cruzado por las inquietantes aguas del río Aqueronte. No conocemos su extensión, imposible de cartografiar, pues toda luz se apaga al instante. Allí encontramos también apetitos, fantasías, deseos. El científico que era Freud decidió descender hasta ese submundo, cansado de apelar sin resultado a los dioses de la razón sobre los males que acechaban al corazón humano.

Como indica Martha Nussbaum el no tener consciencia ni a menudo control sobre las emociones no las convierte en irreflexivas. Nos ayudan a juzgar lo que vivimos. Giambattista Vico ya decía que las sensaciones eran una forma de pensar, y entre tanta cacofonía, aludía a la sabiduría de lo muto que albergamos. Al silencio sabio. Todo ello no les despoja de su carácter arrollador.

El verso de la Eneida por el que Juno convoca a la Furia Alecto da cuenta también de las poderosas fuerzas, en ocasiones terribles, que podemos despertar al apelar a las emociones. ¿Qué se pretende mover cuando, hartos de tanta derrota, se busca espolear desde lo político las emociones de las masas?

Partamos de que no es lo mismo fomentar la amistad política que el miedo, el coraje que la venganza, la felicidad pública que la envidia. A veces una misma emoción, pongamos la ira, puede ser antesala de la liberación tanto como precursora de desiertos. Las emociones giran en torno a un objeto: ¿se busca generar emoción en torno a un líder? ¿Sobre algo tan etéreo como la nación? ¿O son objetos cercanos, cotidianos y reales, hacia donde se esperan dirigir constructivamente las emociones?

Algunos de estos debates nos ocupan estos días.

No hay nada más peligroso, recordemos la historia del siglo veinte, como provocar cataclismos emocionales esperando un desbordamiento sin más plan ni reflexión que sentarse a ver qué pasa. A la vez, no hay nada más frustrante que sufrir agresión tras agresión sin una respuesta colectiva capaz de subvertir un orden injusto. Lo que sigue no describe, sino que advierte de manera tentativa sobre los demonios del Aqueronte.

En primer lugar, si la emoción se arrebuja alrededor de un líder entra en juego el narcisismo. Su importancia para el estudio de la política ya aparecía en un pionero como Harold Lasswell, allá por 1930. Las obras de Michael Balint y Otto Kernberg nos pueden servir de guías para una comprensión más especializada. También como antídoto y ayuda a la hora de distinguir liderazgos.

Estos autores aclaran que cuando las relaciones narcisistas se asientan no generan nada valioso. No resultan cercanas. Los seguidores se van convirtiendo en meras sombras, instrumentos para la propia (vana) gloria, o cuando ya no comulgan, en obstáculos amenazantes. No se soporta la crítica, no se resuelve la envidia. La sobrestimación provoca la creencia de que uno es tan importante como para ser adorado y perseguido. Hay que defenderse por tanto de enemigos, sean reales o imaginados.

Historias como la del becerro de oro nos cuentan desde hace siglos que existe un deseo idólatra imperecedero en el ser humano. Suspendemos el propio juicio y pensamiento para asistir embelesados a lo que ordena el líder desde su “espléndido aislamiento”. Eso cuando no ansiamos serlo. Pero es necesario saber que los ídolos no solo reciben amor incondicional; también sufren. Preocupados por figurar han perdido el placer que sus actividades les reportaban. Se han vaciado. Y no se les permite fallar, mostrar humanidad. En cuanto un ídolo aparezca vulnerable se le dejará caer, causando a menudo un buen estropicio.

En segundo lugar, si las emociones giran sobre conceptos como la nación los peligros no son menores. Hay quienes han creído que despojándola de elementos étnicos y reconfigurándola como patria podríamos tener una poderosa fuente de emociones cívicas. Esta fue la apuesta de autores como Jürgen Habermas o Maurizio Viroli. Distinta, menos prudente pero quizá por ello más exitosa, ha sido su utilización por la izquierda política latinoamericana.

La patria sin embargo no deja de ser un objeto mítico que veneramos desde el ombligo. Quizá se comprenda mejor si atendemos al inglés (fatherland) o a su forma latina original (terra patria). Empleado por nacionalismos modernos de todo tipo, llama a la acción desde las teclas más elementales: nuestra sangre, nuestra tierra, nuestro país. Los patriotas tienen enfrente antipatriotas que atacan lo sagrado. De ahí la virulencia emocional que provoca. No extraña así el éxito que tiene entre los militares; tampoco que en España nos remita directamente al pensamiento reaccionario.

Estamos por tanto ante una ficción política poderosa, enganchada a lo más íntimo de nuestras identidades y con la que el pensamiento democrático se ha topado una y otra vez.

En tercer lugar, de cara a conectar las emociones a objetos cercanos, el cultivo de la amistad política frente a comunidades cerradas suele ser un potente disolvente de particularismos. La amistad es apertura a los otros, los extraños. A las opiniones contrarias. Eres mi amigo porque tienes la confianza de expresarte en libertad, reflejando que no piensas como yo, que no somos dos gotas de agua. La amistad crea relaciones complejas, reales, sin saber de fronteras. Es el basamento de la solidaridad y la hospitalidad que, ya lo decían los antiguos, nos hace finalmente humanos.

Por otra parte, en situaciones de opresión es fácil que florezcan emociones destructivas, como la rabia, producto de una ira acumulada en el desorden. Es una emoción que necesita estallar, y que activa de manera intensa el tándem impotencia/omnipotencia que nos acompaña desde la primera infancia —lo quiero todo porque no puedo con nada—. La expansión de la injusticia también logra que socialmente prospere el miedo, esa emoción angustiosa que cuando deja de prevenirnos sobre peligros reales arruina identidades, transformándonos, sembrando de desconfianzas la ciudad.

Hoy muchos creemos que frente a la impunidad y la extensión del miedo es necesario que quien se corrompa, quien ataque a la población, sea juzgado y condenado. Que se sepa que no son quimeras, sino posibilidades reales. Pero esto debe construirse desde emociones guiadas por nuestro sentido de la justicia, no por las entrañas vengativas ni desde las grandes divisiones entre santos y herejes. Señalar y perseguir al enemigo del pueblo nunca trajo nada bueno.

Gobierno, policía y diversas oligarquías hacen sin embargo méritos cada día por convertirse en objeto de nuestra cólera. Extirparla, como razona Nussbaum, solo haría que prosiguiesen las opresiones. Pero renunciar a juzgar caso por caso traería otras. Es así que la salida de la ira a lo público se convierte en un reto necesario, urgente, pero a la vez no exento de grandes riesgos.

Precaución por tanto con las emociones que nos anulan para encumbrar un ídolo. Cuidado con los conceptos mágicos que se posan en nuestras entrañas para dispararnos contra esos otros encuadrados en vaporosos bandos enemigos. Atención a los discursos que puedan desencadenar la venganza y la rabia, sepultando el juicio.

La esperanza difícilmente se eleva sobre el humo o las cenizas. No perdamos por tanto la oportunidad de ilusionarnos por recuperar la democracia a pie de calle, construyendo en la resistencia. Emocionémonos por establecer vínculos cercanos, cotidianos, que nos permitan pensar y ser diferentes en pos de la igualdad, anteponiendo lo público a nuestros intereses privados. Contagiémonos de aquella felicidad que surge de luchar junto a compañeros honestos que no han perdido sus principios. Cultivemos el sentido de la justicia, no los miedos. Allá cada cual si bajo instituciones plenamente democráticas sus acciones injustas se los generan.

Las emociones han de tener un sentido, y tanto los legados de la izquierda como la idea democrática nos lo ofrecen. Si nos lanzamos a mover de manera imprudente las aguas del infierno, nos quemaremos. Reflexionemos pues, y no permitamos en cualquier caso que nos gobiernen las pasiones, como tampoco cedamos el cetro a la razón o la fantasía. La primera es imprescindible para seguir desmadejando la crítica de forma rigurosa, para ir conformando un pensamiento libre. La segunda no puede faltar a la hora de proponer alternativas audaces, innovadoras y plenas de contenido.

Combinar así todos los mimbres de nuestra compleja e imperfecta humanidad es un desafío que nos deja ante la empresa más difícil de todas: la democratización de uno mismo. Como sugería José Luis Sampedro en sus últimas entrevistas, esta ha de ser la primera piedra de la democracia que anhelamos construir.

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