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…Y no pasa nada

Rajoy asegura que España lanza un mensaje de estabilidad y credibilidad tras la aprobación de los PGE

Carlos Elordi

Una más. El Tribunal Constitucional no solo ha tumbado el decreto-ley de amnistía fiscal de 2012, sino que ha sentenciado que con esa medida el Gobierno “abdicó” de la obligación de que todos los ciudadanos contribuyan al sostenimiento de los gastos públicos. Son palabras gravísimas. Y sin embargo no pasa nada. Montoro “sigue gozando de la plena confianza del Gobierno”, ha dicho el Consejo de Ministros. Sobre todo porque ese decreto no fue responsabilidad suya sino de Rajoy. Y el presidente no va a doblar la rodilla mientras la relación de fuerzas políticas le permita seguir mandando. Ahí está el problema. Diga lo que diga el Constitucional.

Que, por otra parte, ha quedado muy bien con su sentencia. No podía decir otra cosa, porque el decreto ley era jurídicamente impresentable, pero se ha cuidado muy mucho de dar un paso más, de determinar las consecuencias concretas que habría de tener su sentencia. Es decir, de ordenar que los que se beneficiaron de la amnistía devuelvan el dinero. Eso sí que habría sido justo. Pero el alto tribunal aduce que no puede ser, porque una instrucción de ese tipo generaría “inseguridad jurídica”.

La clave para entender tanto comedimiento ha de estar necesariamente en la lista de las personas que se acogieron a la amnistía. No en los Rato, Bárcenas, Pujol y demás corruptos “excelentes”, que ya están lo suficientemente vapuleados como para que nuevos golpes contra ellos vayan a provocar efectos indeseados para el Gobierno. Sino en los otros, los que siguen protegidos por un anonimato que ahora más que nunca es injustificable. Nombres seguramente destacadísimos del universo del poder económico, gentes a las que Rajoy no se atreve ni a rozar y menos a exigirles que paguen las millonadas que hace años se les perdonó.

Y el mecanismo que permite invocar la “inseguridad jurídica” que produciría tal exigencia es sencillo. Al Tribunal Constitucional le ha bastado con permitir que la causa haya dormido en sus archivos durante cinco años. La contundencia de los contenidos de la sentencia queda bastante paliada por tal desidia. Que muy probablemente no es casual, que puede que haya sido negociada con el Gobierno. Y lo más probable es que lo estuviera desde el principio. Que La Moncloa y Montoro sabían que el decreto-ley era inconstitucional pero que no importaba: se aplicaba y luego, si pasa el tiempo, no habría marcha atrás. Aunque les llamaran de todo.

Y así se cierra este nuevo escándalo. Al Gobierno no le importan las palabras. Por muy altisonantes que sean. Por mucho que en una democracia, el lenguaje formal, justamente las palabras, sean lo más importante. Eso sí, si quien pronuncia una palabra fuera de tono es un manifestante que pide que no le quiten su trabajo o un dirigente del independentismo catalán, entonces el Estado se moviliza para aplastarlo.

A Rajoy lo único que le importan son los hechos. Y para un hombre como él, que lleva toda la vida resistiendo al límite, estos no le son del todo desfavorables. Al menos hoy por hoy. Es impopular como sólo lo fue el José Luis Rodríguez Zapatero de sus peores tiempos, cuando ya nadie daba un duro por el presidente socialista; tiene a la mitad el gobierno quemado; la corrupción lo ahoga: los sondeos le son muy desfavorables... Pero frente a él, por el momento, no aparece fuerza alguna con capacidad suficiente para echarle. Y con eso le basta.

Lo peor es que no hay indicios de que ese panorama vaya a cambiar en un futuro inmediato. Al menos hasta que lleguen las elecciones generales. Que, agotando los plazos, pueden celebrarse dentro de dos años y medio, en diciembre de 2019. Con algún apaño que está en sus manos hacer, el acuerdo presupuestario con el PNV le permitiría llegar hasta esa fecha. Un desastre del PP en las municipales y autonómicas de 2018 podría obligar a revisar ese calendario. O no.

Tanto espacio de maniobra, cuando menos para resistir, responde a tres factores distintos, que en la práctica se entremezclan en muchos de sus extremos. El primero es que hoy por hoy los demás partidos están empeñados en asuntos muy distintos del de echar a Rajoy del poder. La prioridad del PSOE es su recomposición interna a la que seguirá la fijación de un perfil político y electoral que le permita competir con sus rivales, Podemos y Ciudadanos, por ese orden.

Unidos Podemos está en busca de una nueva afirmación ante la gente, la suya en primer lugar, también con la vista puesta en hacer frente a un Partido Socialista que puede haber cobrado nuevos bríos con la elección de Pedro Sánchez. Y Ciudadanos está en la indefinición: quiere separarse del PP para arrancarle la mayor cantidad de votos posible, pero no se atreve a hacerlo del todo, no vaya a ser que caiga en el vacío. Y juega a hacer sin gestos que le comprometan en exceso.

El segundo factor es el estado de la opinión pública. Está indignada con la corrupción, pero no hasta el punto de exigir ya mismo respuestas contundentes contra ella. Grandes sectores de la población tienen motivos de queja por sus condiciones económicas y sociales, pero no se movilizan abiertamente. El que más o el que menos se conforma con la suerte que le ha tocado o cree que en estos momentos no se puede hacer mucho para mejorarla. A menos que cambien mucho las cosas, el malestar, que existe, sólo se expresará el día de las elecciones. Entre otras cosas porque ningún partido ni organización social está ofreciendo otro camino que no sea ese.

El tercer elemento es Cataluña. A Rajoy y a los suyos les sirve para sacar pecho un día sí y otro no y esperan a que los independentistas se atrevan a dar pasos contundentes –que todavía no los han dado– para presentarse como el hombre que va a salvar a España. Pero el asunto también les es muy útil en una dimensión más estrictamente política. La de que mientras exista el riesgo de que la Generalitat rompa la baraja, Ciudadanos no se atreverá a separarse del PP. Y el PSOE tampoco, aunque busque matices y propuestas alternativas para hacer más presentable ese entendimiento.

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