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Le pegué porque era mío

Un padre con su hijo. FOTO: Fernando Sánchez

Violeta Assiego

No todas las violencias son iguales por mucho que lo repitan (una y otra vez) Casado, Egea y Vox. No lo son, principalmente, porque cada forma de violencia responde a un tipo de motivación, es decir, oculta (aunque veces no tanto) una serie de valoraciones y creencias sobre la persona que es víctima. Son esos motivos los que permiten a su autor encontrar esa especie de legitimidad que le ayuda a justificarse (antes, durante y/o después) de dañar a alguien. Comprender esto para plantear políticas y soluciones en términos de educación, convivencia y derechos es querer lo mejor para una sociedad y un país, al margen de las creencias personalistas de los que solo miran por lo suyo y a corto plazo.

Uno de los grandes avances a la hora de hacer frente a la violencia contra las mujeres en el ámbito de la pareja ha sido lograr que la respuesta ante esta violencia, además de integral y legal, sea social. En una década se ha logrado, aunque todavía queda muchísimo por andar, un cambio de paradigma en el que menospreciar, insultar, pegar o matar a tu pareja no está bien visto. Cada vez existe un mayor y mayoritario reproche social hacia esas actitudes sexistas, misóginas y machistas en una relación parejas o de ex. Va calando la idea de que no hay ningún tipo de justificación y que lo de “la maté porque era mía” es una verdadera aberración. Otra cosa es que algo tan estructural no se puede eliminar de la noche a la mañana y que antes de lograrlo nos va a tocar dar la batalla frente quienes nos acusan de adoctrinar cuando hablamos del derecho a la vida y a la integridad de las niñas y mujeres. Esto viene con el pack de feminismo y activismo en derechos humanos.

Ese cambio de paradigma, de mirada, ha implicado (entre otras cosas y con cierto consenso social) una reformulación de lo que debe ser una relación de pareja, del papel tóxico y controlador que ejercen los celos, de que si no es ‘sí’ entonces es claramente un ‘no’ y de que además de que el amor no duele, no solo duelen los golpes. Sin duda queda todavía mucho, muchísimo, por hacer, lo evidencia la realidad, las estadísticas, las decisiones judiciales y la falta de diligencia o empatía que se constata en la cadena de decisiones que deben tomarse para apoyar a una mujer que es agredida por un hombre cuando  existe con este (o ha existido) algún tipo de vínculo sentimental.

Este cambio de paradigma que ya no acepta sin más lo de “la maté porque era mía” necesita avanzar en otras esferas y reflexionar cómo se replica en el ámbito familiar esa creencia de estar en posesión de alguien, de cómo (en base a ella) se hace extensivo ese control patriarcal heredado del derecho romano. Al hacerlo, observaremos que eso es lo que pasa, precisamente, con los hijos. Estos siguen siendo un asunto doméstico en el que nadie se debe meter. Pero no lo son cuando su vida e integridad están en riesgo o en peligro porque sus progenitores actúan con violencia física, psicológica o sexual hacia ellos. Esto, que ya no nos cuesta comprender en el ámbito de la pareja (quitando a los reaccionarios de la ideología del genero masculino que se atrincheran en Vox), se presenta como un abismo cuando hablamos de la violencia (en todas sus formas) que padres y madres utilizan contra sus hijas e hijos y que eufemísticamente llamamos ‘castigo’ cuando, en realidad, es maltrato en distinto grado (leve, moderado o grave).

Cada 84 minutos un menor es maltratado en España en el ámbito de su familia (según datos del Ministerio del Interior) y durante el 2018 fueron asesinados 22 menores de edad, cinco de ellos eran recién nacidos, ocho tenían entre 1 y 6 años, tres tenían entre 8 y 9 años y seis entre 12 y 17 años. Quienes defienden lo de que todas las violencias son iguales usan estos datos para poner en evidencia que quien asesina es tanto hombre como mujer, pero se olvidan de lo más importante: la motivación de esos hechos, el vínculo que les une y si la creencia social sobre ese tipo de violencia les da cierta legitimidad o, al menos, total invisibilidad. En estos casos, sin duda está detrás la idea patriarcal de la superioridad y la posesividad, pero no del hombre hacia la mujer sino del progenitor hacia su criatura. La idea que se basa en la creencia de que por encima de la integridad de un menor de edad está el derecho de su padre o su madre a -aún usando la violencia- moldear, someter, controlar o poner límites a una niña o a niño. Como si eso fuese suficiente justificación para darle, en el menos malo de los casos, un azote o un bofetón. Poca gente en España sabe que lo de “le maté porque era mío” está castigado en el Código Penal, pero nos basta viajar a Noruega (por ejemplo) para comprender y comprobar que en los países que se llaman civilizados además de castigarlo penalmente, quien se atreve a levantar la mano o la voz a su hijo está fuera de lo socialmente correcto, es un proscrito en su propio entorno personal.

Más allá de la idea sentimentaloide (y real) de lo importante que es invertir en infancia, no hay mejor manera de hacer frente a las ideologías de quienes albergan odio e intolerancia hacia el diferente que apostar por el buen trato a la infancia y desde la infancia, y hacerlo con políticas públicas que prevengan antes de curar. De hecho, vayan ustedes a saber de donde les viene la frustración y ganas de exclusividad y punición a los votantes que se refugian en los extremismos de derechas. Nos sorprendería saber lo que pueden cambiar las personas y la sociedad cuando se apuesta de manera creíble en enseñar y acompañar a los adultos en los cuidados, los afectos y el respeto.

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