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Las personas de la Cuarta Transformación mexicana

Jesusa Rodríguez, senadora electa por Morena, durante su toma de posesión en el Congreso mexicano

Ruth Toledano

La dramaturga mexicana Jesusa Rodríguez subió al estrado del Congreso de la República y dijo las siguientes palabras para tomar posesión de su cargo como senadora:

“No hay dios. Los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos. Con esta frase, un joven de apenas 18 años, Ignacio Ramírez el Nigromante, estremeció al México del sigo XIX e inauguró la era moderna de nuestro país. Después, junto con los liberales de la Reforma, lograron lo que parecía imposible: separar la Iglesia del Estado. Si el Nigromante viviera en este apocalíptico siglo XIX, tal vez diría: el dinero no es dios, los seres de la naturaleza deben ser respetados, las personas de todos los sexos y de todas las especies que anhelamos la Cuarta Transformación enfrentamos un reto histórico, separar el poder político del poder económico. Sé que lo vamos a lograr. Tenemos en Andrés Manuel un líder fuera de serie, como no lo hemos tenido en los últimos ochenta años. Y como a Juárez y a Ramírez, nos acompaña y nos conduce el pueblo. No se puede pedir más. Bueno, sí se puede pedir más. Pongamos en letras de oro, en nombre del Nigromante: ¡Fuera los corruptos! ¡Viva el país! ¡Viva México!”.

En la plaza del Zócalo más de cien mil personas daban a Andrés Manuel López Obrador (AMLO) la bienvenida al Gobierno. Muchas lloraban. AMLO es el primer presidente de la izquierda que llega al poder en México después de una larga sucesión de sexenios copados por la corrupción de políticos procedentes de las élites sociales y económicas, obviamente empresariales y católicas. Como mafias de guante blanco han actuado en cualquier ámbito fáctico y como mafias se han ido repartiendo el poder, sus beneficios. Son muchas las personas en México convencidas de que ese poder se le había hurtado antes a AMLO mediante fraude electoral, y muchas personas las que creían que ese fraude volvería a producirse el pasado 1 de julio. Pero los corruptos no pudieron esta vez y AMLO se alzó con una aplastante victoria democrática: fue respaldado por el 53% de los votantes. A la oscuridad del narcoestado y los privilegios de sus funcionarios y gobiernos, AMLO proclama que opondrá la luz de una Cuarta Transformación que suponga un cambio histórico en México similar al de la Independencia, la Reforma y la Revolución.

La gente lloraba el otro día en el Zócalo mexicano porque llevan siendo muchos años de abusos, de feminicidios, de robos y corruptelas sobre un fondo de guerras. Y AMLO llega al poder democrático en un momento en que los peores fantasmas, los de la ultraderecha, recorren de nuevo América de norte a sur: ahí están Trump y Bolsonaro avergonzando al mundo desde un triunfo que, al menos en apariencia, ya no otorgan las armas sino las urnas. En el continente, AMLO parece una respuesta. “Me comprometo a no robar”, ha declarado. Parece poco pero es tanto. Se diría una obviedad pero es declaración de intenciones en un Estado donde el ejercicio del poder está vinculado con el enriquecimiento propio y la violencia: robo con fuerza, en realidad. E impunidad.

Las personas que lloraban en el Zócalo lo hacían emocionadas por la posibilidad de que esa impunidad termine. Sin embargo, el recién estrenado presidente ha anunciado que no se perseguirá a los corruptos, que México necesita avanzar sin conflicto, confrontación ni “venganza”. Son palabras extrañas, pues no se trata de ejecutar venganzas sino de impartir justicia, y hacen pensar que las presiones que el presidente esté recibiendo por parte de las oligarquías y las mafias deben de estar siendo muy duras. Incluso amenazantes. Quizás el hecho mismo de haber renunciado a medidas de seguridad que se consideran imprescindibles en un país como México si eres presidente de la República, y más si eres alguien como Manuel Andrés López Obrador, lo ha puesto en tan elevadísimo riesgo que ha tenido que rebajar unas aspiraciones de justicia que son inalienables. Hay gestos de estilo, como seguir viviendo en su casa familiar, que por importantes que sean en su simbolismo de cambio, no valen tanto como la construcción, desde la justica, de un Estado saneado. O, al menos, gestos y actos han de ir de la mano.

La ilusión, sin embargo, del pueblo mexicano no solo es legítima sino necesaria. Frente a tanta injusticia, hacen falta ilusiones políticas. Yo misma, que no soy mexicana, me emocioné y lloré durante la ceremonia de investidura de AMLO. Fue cuando subió al estrado del Congreso la ya senadora Jesusa Rodríguez y pronunció las palabras que he reproducido al principio de esta columna. Lloré como si estuviera en el Zócalo porque en apenas dos minutos esta senadora, con poncho indigenista y una mazorca en la mano contra el maíz transgénico, resumió lo que haría de esa Cuarta Transformación un cambio verdadero, un cambio que habría de extenderse más allá de México como una nueva civilización frente al apocalíptico siglo XXI. Que dios no existe y por tanto la Iglesia no puede seguir siendo un poder fáctico. Que el dinero no es dios, sino tantas veces el diablo, y hay que apartarlo de la política para que los estados no sean sus siervos endemoniados. Que la naturaleza ha de ser respetada. Y que en la transformación, en esa nueva era civilizatoria, el círculo moral se amplía y acoge a todas las personas. Personas de todos los sexos. Personas de todas las especies. Eso es revolución. Y quizá esté empezando en México. Aunque los poderes opongan toda su fuerza para impedirlo, aunque AMLO decepcione porque no sepa o no lo dejen, a pesar de la desilusión que inevitablemente llegará, las personas de la transformación ya lo son porque ya han sido nombradas. Y que lo sean es revolución.

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