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¿Por qué plagiamos tan poco?

El rector Fernando Suárez, segundo por la izquierda

José Saturnino Martínez García

Las evidencias de que el Rector Magnífico (por protocolo) de la Universidad Rey Juan Carlos, Fernando Suárez, ha plagiado me suscitan una gran duda: ¿por qué plagiamos tan poco en la Universidad? Por lo que se ve, plagiar permite acumular méritos y honores sin castigo ni sanción, luego la elección racional sería plagiar sin fin. Es más, me asalta otra duda: ¿por qué investigamos en la universidad? Parte del tiempo de trabajo del profesorado universitario está dedicado a la investigación, pero es evidente que una proporción nada desdeñable no investiga. ¿Cómo es posible que ser un chorizo y/o un vago salga a cuenta, pero que una parte importante del profesorado cumpla con sus obligaciones más allá del sentido razonable del deber?

Que haya tanto profesorado que investiga y se esfuerce en dar sus clases no es coherente con lo que predice la teoría de la elección racional, que se ha impuesto en el diseño de políticas públicas como la verdad revelada, por su coherencia con la ideología neoliberal. Teoría e ideología coinciden en señalar a los seres humanos como racionales y egoístas (“maximizadores de su bienestar”) y que, por tanto, si diseñamos adecuadamente los incentivos, las personas harán lo que queramos. Una psicología que no va mucho más lejos del perro de Paulov. Pero con el diseño actual de incentivos en la vida universitaria, el profesorado que nos esforzamos en investigar, casi sin recursos, y en preparar nuestras clases, somos perros de Paulov tontos. El perro listo es el Rector Magnífico.

O no. Estas teorías tienen dificultades para explicar el compromiso moral y social, el sentido de la vocación y de la responsabilidad social. Un cemento sin el que no podemos explicar que la universidad (para los recursos con los que cuenta) funcione razonablemente bien. Muchos días me pregunto por qué investigo, si mi universidad me trata igual, lo haga o no (bueno, me pagan 2,75€ la hora dedicada a investigación acreditable). Y la respuesta sincera es que no podría mirarme al espejo. Que me paguen por indagar en mis inquietudes y poder contárselas con entusiasmo a los estudiantes, no se paga con dinero. Pero, además, tengo una responsabilidad con quienes pagan sus impuestos. El dinero está bien, porque pago las facturas, pero no es todo lo que me compensa en el trabajo.

Por eso, lo que más miedo me da, es ver cómo tanto entre los gestores de lo público como entre la ciudadanía causa furor la nueva teología de la elección racional y del neoliberalismo. Un pensamiento subnormal inasequible a la evidencia: el problema no es incentivar, pues si así fuese, España no estaría en investigación y calidad universitaria por encima de donde le corresponde dada la inversión pública. La lógica de los incentivos corrompe por completo la lógica de la investigación. Es uno de los males que veo que cada vez cobran más fuerza en la academia, la pérdida de sentido de la investigación para convertirse en “ingeniería en citas”: seminarios en los que te dicen que es mejor publicar en enero que en diciembre porque así acumulas más citas a lo largo del año. La locura de los incentivos lleva a que el objeto de la investigación no sea indagar el tiempo necesario en resolver dudas, sino en ver cómo produces una UMP (unidad mínima publicable, de 8.000 palabras en mi gremio) siguiendo las modas del momento para que unas personas que no dan la cara te digan si vale o no vale tu trabajo.

La trampa de los incentivos es que gracias a la ingeniería realizada para mejorar los indicadores, parece que la investigación mejora, cuando lo único que mejora son las estrategias para sobrevivir entre la burocracia que gestiona la investigación.

Para que funcione bien la investigación, lo importante es que haya una comunidad genuinamente preocupadas por resolver problemas, que se supervise internamente y que se reconozcan sus méritos. Regular esto como un sistema competitivo de individuos aislados acumulando méritos cuantitativos, degrada la comunidad y le hace perder autonomía. No es esta la ocasión para proponer grandes mejoras. Pero sí para hacer cosas tan sencillas como condenar al ostracismo a quienes violentan esta comunidad.

El prestigio profesional de un gremio vale tanto como su capacidad de expulsar a quienes no cumplen con lo que de él se espera. Un Rector Magnífico plagiador es un listón muy bajo, cabe subirlo un poquito.

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