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Un poco de poesía

Maruja Torres

Una, o uno, entiende el valor supremo de los libros hechos de papel en días como éste, que unos llaman del Padre y al que otros añadimos una dolorida y muy tierna coletilla: sí, del Padre, y del padre de la niña a quien escribió versos que, para muchos de nosotros, constituyen un tesoro de savia y alma común en el que hurgar cuando los días aplastan con sus calaveradas de mediocres.

A José Agustín Goytisolo, que murió pero no nos dejó -como suelo decir de aquellos que me importan- el 19 de marzo de 1999, le he ido a buscar hoy como terapia y consuelo, en la G de los poetas de una estantería hacia la que he caminado como en un barco sin rumbo. Apareces en cubierta, la niebla se espesa alrededor como si quisiera arrancar de ti, junto con el horizonte, la esperanza. Sin embargo, atiende, mujer, allí a lo lejos, envuelto en un abrigo de satinada cartulina negra, con su firma en rojo bajo el fino retrato a pluma con que le trazó Santos Torroella, ahí, en una hamaca como de película, de lona azul con anchas rayas blancas, luminosa, se encuentra el mejor amigo que en estos momentos podrías encontrar: un volumen pequeño, la Antología personal publicada por Visor en 1997. Fundamental, vital, necesario, hoy más que nunca, Goytisolo, J. A., para mantener el equilibrio en medio de las más necias ventoleras.

Aferrando ese libro regreso a la bodega, sabiendo que me nutro para la incierta travesía. Esa, y no otra, es la suprema utilidad del papel: dejarnos que toquemos a quien tanto nos dio con sus poemas. El tacto, el tacto, el tacto, para apresar las verdades, o las aventuras que, por compartidas, ensanchan. Que no vuelen, que no se dispersen, que no se pierdan en la pantalla, que no me maneje los libros un lejano proveedor que, de repente, decide postergarlos en la lista de preferencias, calculando que el tiempo transcurrido desde la última relectura determina que te interesa menos.

Y no es eso. La poesía que cala se piensa siempre, y vuelve cuando la necesitas. Y cuando la estupidez -no voy a añadir humana: ¿hay otra?- se adueña de la cubierta, del barco y hasta del horizonte y la esperanza, entonces las palabras, las que José Agustín dedicó a Julia e hicimos nuestras, y muchas otras con las que nos dotó, regresan para iluminar la hamaca, para recordarnos que no estamos solos en la travesía.

He abrazado hace poco a la Julia de carne y hueso, como se abraza a una hermana, en la muerte de otra gran poeta, Ana María Moix. Y siento, con los libros de José Agustín en mi regazo y en la mente el rostro de su hija, mientras palpo las líneas, las estrofas, siento la emoción que el hombre nos legó al escribir: “Tu destino está en los demás/ tu futuro es tu propia vida/ tu dignidad es la de todos”.

Fraternidad. Que ayuda también a tolerar la orfandad.

Pero por encima de todo quiero deciros que leáis este otro poema, uno de cuyos versos dicta: “Tiñe de rojo el mar”. Se titula La mejor escuela, y lo encontraréis en este enlace que me ha aportado un tuitero. Os lo dejo porque, junto a la compañía del placer del papel crece, ahora más que nunca, el deber de la difusión. Y éste es digital, y que no nos falte nunca.

Fraternalmente.

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