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Al rincón de pensar

Santiago Abascal, durante un mitin.

Míriam Hatibi

La semana pasada pasé dos días de siete hablando de fascismo, aunque supongo que todos llevamos las últimas semanas hablando del mismo tema.

Me pase el sábado en un tren leyendo el libro de Marcia Tiburi, ¿Cómo conversar con un Fascista? (Akal, 2018). En el bolso llevaba una copia del libro de Jason Stanley, Facha (Blacki Books, 2019), que me había llegado el jueves anterior.

Esta obsesión casi enfermiza venía porque el CCCB, Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona, había organizado 72 horas de actividades que debían servir para reflexionar sobre el fascismo que hemos conocido durante tanto tiempo y que ahora va cogiendo forma. Aquí van algunas de mis reflexiones después de estos días.

El fascismo ha sido un poco como Voldemort con sus horrocruxes. En el caso español, el-que-no-debe-ser-nombrado se aseguró de dejar por varios sitios aquellas piezas que harían que su alma siguiera presente entre nosotros aún cuando muriera, dejándolo todo atado y bien atado.

Las piezas, que a veces hemos visto de una forma u otra, nos han ido recordando constantemente que el régimen no había desaparecido del todo, que la Transición no había sido tal. La herencia del franquismo y el autoritarismo, propio de muchos Estados y organizaciones políticas que se llaman democráticas, han estado presentes mientras íbamos creciendo o intentando desafiar la norma. Si dentro de “los límites de la legalidad”, que no legitimidad, todo estaba permitido, eran las personas que salían de ahí los que han ido sufriendo a lo largo de los años.

Ahora la cosa ha cambiado, el autoritarismo implícito parece querer volver a ser explícito, como si el-que-no-debe-ser-nombrado volviera a ser real, ahora que ha salido de su tumba y encuentra un cuerpo tangible que puede volver a utilizar.

La verdad es que en estos dos días no hemos resuelto cómo hablar con un fascista, ni si hay una forma concreta de hacerlo. Lo que sí que hemos ido entendiendo es cómo comprender sus estrategias (no confundir con comprenderlo a él).

Marcia Tiburi, que escribe en su libro que “el diálogo es la forma específica del activismo filosófico”, nos emocionó cuando habló de Marielle Franco, afirmando que evidentemente Marielle, asesinada por fascistas, no tendría ningún interés en sentarse a dialogar con ellos. Marielle era la viva imagen de todas las ideas con las que los fascistas brasileños querían acabar y hablar de ella sirvió para dar forma a las reflexiones que necesitábamos.

Estos dos días han servido para recuperar la capacidad de pensar sobre lo que pasa a nuestro alrededor y alejarnos de la prisa del momento. Después del 10N (y quizás un poco antes) estuvimos tan apresurados en responder al fascista, en desmentir sus bulos y mentiras o en escandalizarnos por sus actos, que perdimos la capacidad de decidir nuestras propias narrativas.

Siento que en algún momento hemos empezado a correr, jugando a un pilla pilla absurdo con los fascistas, sin pararnos a reflexionar sobre qué es lo que queremos hacer y desde qué espacios queremos construir.

Hemos caído en las trampas del lenguaje que saben utilizar demasiado bien. Han marcado la agenda de noticias temas y debates. Si ellos hablaban de cómo los inmigrantes estaban accediendo a todas las ayudas de vivienda, nuestra respuesta se basó más en responder que eso no era así (que no lo era), que en hablar de cómo el Estado del bienestar tiene que defender a las familias más vulnerables y cómo las familias más vulnerables son muy a menudo las migrantes, con tasas de paro más altas, más precariedad, salarios más bajos y menos arraigo familiar.

Incluso ahora, cada vez que queremos hablar de violencia machista, lo hacemos lanzando ese guiño envenenado al-que-no-debe-ser-nombrado, como si nuestros discursos solo se pudieran articular a partir de la agenda que ellos marcan.

Nos es urgente poder recuperar la reflexión, decidir nuestro espacio y desde dónde nos pronunciamos, sobre qué, cuándo y cómo. Pensar en cuáles son las lógicas que les mueven y dejar de encasillarlos como unos simples “hooligans” o “estúpidos”, porque pueden ser lo primero, pero desde luego no son lo segundo.

Yo, personalmente, creo que voy a dejar de pensar en ellos durante un tiempo. Mi propuesta, al menos por ahora, va a ser parar más a reflexionar sobre los espacios que ocupo y seguir el consejo de Jason Stanley, pensando en cómo activar esas personas que están en el medio, las que no están politizadas o piensan que esto no va con ellas, aquellas que pueden acabar aceptando pronto un discurso fascista pero todavía no lo han hecho. A ver si podemos crear algunos horrocruxes antifascistas antes de que esta legislatura acabe con nuestros discursos.

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