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La sequía de Manuel

Sequía desde el tren.

José Luis Gallego

Ojalá pudiera compartir este apunte con esa nueva forma de comunicarnos que muchos anuncian para pasado mañana. Una manera de transmitir y adquirir conocimiento que tendrá menos de periódico y más de conversación de bar: con olores, texturas, ruidos de fondo, ¡incluso sabor! Porque lo que voy a contarles sucedió en un bar.

Fue la semana pasada, mientras tomaba un vaso de agua en la cantina de un pueblo de piedra, en mitad del páramo. ¿Que por qué me pedí un agua? Pues porque ya me había parado en tres o cuatro fuentes con el caño seco y a mí, como a muchos, abrir el grifo y que no salga agua es una de las cosas que me causan más angustia, multiplicándome la sed.

Al fondo de la barra -una de esas barras de acero inoxidable con viseras de cristal tras las que se ofrecen albóndigas y boquerones- un hombre viejo acodado frente a un café al que el dueño le tenía el brazo echado por el hombro. No había nadie más, ni la tele estaba encendida, por lo que inevitablemente escuché la conversación o mejor dicho el lamento de aquel hombre desamparado.

La cosa iba de la sequía. Al parecer en aquel pueblo estaba siendo muy severa y había arrasado con la cosecha del año, dejando al pobre hombre sin un céntimo para encarar el próximo. Se llamaba Manuel y el propietario del bar no hacía más que intentar darle consuelo con un mensaje circular: esto pasará y todo volverá a ser como antes. Pero Manuel le decía que no, que nada iba a ser ya igual, y para ello recurría a todo tipo de refranes y profería toda clase de sentencias. Hasta que la soltó.

Para mi es la frase del siglo. Para mí no existe mejor definición de lo que nos está ocurriendo. No he conocido manera más lúcida de definir este tiempo de incertidumbre al que nos está empujando el calentamiento global: “es que lo que está cambiando no es la tierra, sino el cielo”. La sabiduría reside en el campo.

Es posible que a muchos lectores les esté resultando un wéstern climático, y algo de eso tuvo la escena. Sonó la máquina tragaperras. Sonaron las cortinillas de aluminio empujadas por el viento. Y la frase de Manuel se elevó por el bar vacío como si fuera el peor de los presagios, la más inquietante profecía. El cielo está cambiando y eso era algo nuevo para aquel castellano viejo.

Manuel estaba arruinado porque la sequía se lo ha llevado todo dejándolo desnudo como sus campos. Porque los campos de toda la meseta castellana, esos mares de cereal que son el mayor granero de este país, se han convertido en una estepa polvorienta, áspera y resquebrajada. Solo hay que atravesarlos: da grima verlos.

En el tren de vuelta volví a cruzar por la reseca comarca de Manuel. Hice una foto, la colgué en tuiter y empecé a cosechar frases que eran la continuación de su desesperanza. Mensajes nacidos de la precipitación de las redes sociales -ese bendito arrebato-  y que expresan el sentimiento generalizado de que algo verdaderamente grave nos está pasando: “No somos conscientes del enorme problema que tenemos”, “un verdadero desierto”, “es el cambio climático” o “es hora de que empecemos a preocuparnos”. Me quedo con esta última.    

Es hora de que dejemos el maldito monotema informativo que todo lo cubre, todo lo tizna, y empecemos a preocuparnos seriamente por la que se nos viene encima. A todos. Porque no es la sequía de Manuel, sino la de todos. Como muy pronto vamos a empezar a comprobar su desgracia es también la nuestra. Y no, esto no es un mal presagio: esto es un aviso.

 

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