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Un silogismo devastador

La canciller alemana, Angela Merkel. / Efe

Antón Baamonde

Aquellos que ya vamos teniendo años nos acordamos de cuando se produjo la implosión no de la URSS, sino, mucho antes, de los partidos comunistas del sur de Europa. A principios de los setenta, en la España franquista y el Portugal salazarista, esos dos partidos eran, con mucho, los más poderosos en el campo de la izquierda. No fue, sin embargo, la caída de las dictaduras respectivas lo que hizo desfondarse a esos dos partidos. Lo demuestra el hecho de que el PCI y el PCF eran también la fuerza dominante en la izquierda italiana y francesa. Berlinguer o Marchais eran los prohombres. Eran incluso más: leyendas vivientes para sus bases militantes.

Lo que se produjo a mediados de los setenta en todo el mundo fue un cambio de ciclo. Los dorados sesenta, aquella amalgama de Beatles y Beach Boys, la contracultura y el SDS, los Black Panthers y el FLN argelino, por alguna extraña razón dejaron tras de sí las bases de una revolución conservadora. Por decirlo como un lema: es como si, después de Mayo del 68, el capital le hubiese perdido el miedo al trabajo. O tal vez, simplemente, en aquellos años hincó sus pies a tierra el deseo de revancha de una derecha que sentía que las cosas se escapaban de sus manos. El miedo a la revolución desapareció y las máximas de Reagan –“el Estado es el problema, no la solución”– y Margaret Thatcher –“no existe la sociedad, sólo los individuos”– empezaron a extenderse como un virus para el que no existía antídoto.

Fue un cambio de ciclo. Tal vez acababa en ese momento un período histórico que provenía de mediados del XIX, de la era de Marx, Bakunin y el movimiento obrero. La implosión de la URSS se demoró unos lustros todavía, así como la conversión de los comunistas chinos al capitalismo más o menos salvaje –como si China imitase a los USA del siglo XIX-, pero las bases sociales, políticas y culturales del gran cambio ya estaban asentadas en ese momento–. Las culturas políticas de la clase obrera –muy fuertes en regiones como la Toscana o el Alentejo– se fueron diluyendo progresivamente. Una nueva relación de fuerzas se fue fraguando lentamente.

Tal vez el corte más explícito se produjo en los ochenta. El Estado del Bienestar, ese producto del pacto ente empresarios y trabajadores, había vencido a sus oponentes. A finales de esa década, y sin que nadie hubiese previsto tal final, la Guerra Fría terminó con la implosión de la URSS. Francis Fukuyama certificó la victoria escribiendo su celebrado El fin de la Historia. El futuro era liberal y democrático.

Y ciertamente lo era, pero no con el significado que había adquirido en las décadas anteriores en las que el liberalismo había podido asociarse a los ideales de la izquierda. Nada había, por ejemplo, en los escritos de Isaiah Berlin que proscribiera esa Nueva Alianza, bien entendido que previa deconstrucción del esquema hegeliano que tanta fuerza mística le había dado al movimiento obrero en sus años álgidos. Pero después de infringir una grave derrota a sus oponentes el liberalismo se vestía con las ropas de Friedman, Hayek, Ayn Rand o Leo Strauss. Surgía una nueva religión del mercado que deseaba batirse en todos los frentes. Y que, dada su reciente victoria, no quería compromisos.

El resto es historia conocida. Desde entonces, la riqueza se ha ido concentrando más y más en pocas manos. Es un proceso mundial que puede registrarse en casi todos los países, incluyendo los excomunistas. Se calcula que hoy el 20% más rico controla el 74% de los ingresos. Lo que llaman austeridad no es más que una vuelta de tuerca en esa dirección. La crisis económica, que nació de la desregulación y podía atajarse de muchas maneras, fue aprovechada para acometer un cambio drástico en el modelo social. Y, en Europa, para fortalecer a Alemania. Buena parte de las medidas que se han tomado tienen por lógica la de que los bancos de ese país cobren sus deudas. No de otra cosa tratan los rescates.

En España, el cambio del artículo 135 de la Constitución fue un escándalo. La nueva redacción, escrita para contentar a Angela Merkel, viene practicamente a proscribir el keynesiasmo y, por tanto, buena parte de la historia europea del siglo pasado. Los años de la crisis han visto el cambio sucesivo de leyes para favorecer la concentración bancaria y eliminar el 50% del negocio que las cajas de ahorro tenían en sus manos. Es, como ha escrito el profesor Josep María Vallés, una inmensa y nueva desamortización: “En el XIX, la tierra. En el último tercio del XX la empresa pública. En el XXI, se entregan las cajas al capital privado”.

Entre tanto, la estructura de la Renta es un robo. Se le atribuye a Aznar la frase “en España los ricos no pagan impuestos”. Y así es. Si los españoles conociesen cómo funciona el fisco tal vez habría una revolución. Pagar impuestos a Hacienda es cosa de pobres y de clase media. ¡Y entre tanto, la OCDE, ese grupo de prendas, recomienda seguir subiendo el IVA y bajar las cotizaciones sociales!. Como estaba programado de antemano, el peso de los salarios baja en la renta de España, pero el de las rentas del capital sube: la desigualdad se dispara. El Estado del Bienestar, aquel modelo social que fue fruto de una cierta coyuntura histórica, de una cierta relación de fuerzas y, por tanto, de unos ciertos miedos y esperanzas, se va disolviendo en el tiempo.

Esa es la cuestión: el capitalismo funcionaba mejor cuando había algo que lo moderaba, fuese la existencia de la URSS o los movimientos obreros. Algunos vimos el eclipse de los partidos comunistas, ahora contemplamos el de los partidos socialistas. El motivo: que el capital no quiere pactar la pervivencia del modelo social europeo. Y los partidos socialistas tenían su razón de ser, precisamente, en ser los signatarios, por el otro lado, de ese pacto.

El capital, al contrario, está empeñado en hacer “reformas estructurales”, es decir, proceder a la destrucción pausada del Bienestar tal y como lo conocimos. Merkel siempre repite, con afán misionero, que Europa representa el 7% de la población mundial, el 25 del PIB y el 50% del gasto social. Está sugiriendo que, para competir en el mundo global, la última cifra es insostenible. Es un “silogismo devastador” como lo denominó Martin Kettle en The Guardian. Empobrecer a la población europea es el proyecto en curso, lo que se busca, y no una consecuencia inesperada de la austeridad.

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