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Cuando los que sobran son millones

Las protestas en Chile se avivan con la marcha más grande de su democracia

Gabriela Wiener

Han vuelto los 60s, qué bien, porque no iba a soportar más tiempo seguir en los anodinos 90s en pleno 2019. Pensé eso hace unas semanas cuando empezaron a estallar pequeñas y grandes revoluciones en América del sur. Y ya cuando estalló Chile quise ver Playa Girón en Viña del Mar y cosas así. Entonces fue lo del toque de queda y los militares saliendo a desaparecer y a matar, pero el dolor fue de pronto neutralizado por las imágenes de miles de personas en las calles coreando una canción que yo conocía perfectamente, “El baile de los que sobran”, y supe que, para ser honestos, estábamos en los 80s. Una época que yo ya había vivido, y una canción que yo ya había cantado, completamente identificada, en un país desigual, de muy ricos y muy pobres, inflacionario, represivo, aunque en mi caso fuera la democracia de Alan García en Perú y no la dictadura de Pinochet o la de Piñera de hoy, que no se va aunque se lo hayan pedido millones de personas. 

Yo sé mucho de esa canción, pero igual me puse a googlearlo todo para saber más. Y en el espíritu ochentero de grabarle una cinta a una amiga he hecho este artículo para los que no la conocen. (Un spoiler: Cuando lo terminé, me di cuenta de que otros habían hecho lo mismo y que ahora hay un montón de artículos explicando de dónde viene “El baile de los que sobran”. Pero no importa, este es mi baile y es nuestro). 

Eran días en que la dictadura de Pinochet apretaba fuerte y la canción protesta —Chile ya había parido años atrás a Quilapayún, Inti Illimani, Victor Jara— ya no bastaba. A inicios de los 80s esos tres, González, Tapia y Narea, que se habían encontrado la década anterior en un liceo público, comenzaron a llamarse Los Prisioneros. Su primer disco se llamaba así, “La voz de los 80”, y era un disco de un punk bastante cercano a The Clash, pero con la diferencia de que los de Joe Strummer no gritaban en un país sometido a una dictadura que había matado y desaparecido a miles allí, en su propio territorio, a los suyos y los Prisioneros sí. A mí, en esa época, obvio, más que los temas más explícitamente políticos me gustaba uno llamado “Sexo”, una especie de denuncia de la mercantilización del tabú. Pero tenían otras como “Nunca quedas mal con nadie”, una sátira brutal sobre los artistas “comprometidos”.  Eran buenísimos, pero iban a ser mejores.

En 1986 salió su segundo álbum, “Pateando piedras”, por aquello de caminar en la nada y hacia la nada y en ese disco estaba su hit “El baile de los que sobran”, la canción que ahora, más de treinta años después, sigue sonando en las calles de Santiago como un rugido que atraviesa generaciones en contra del poder y sus engaños.

En Lima la ponían en la radio todo el día, así que ante mi insistencia, nuestros padres, que no habían podido hacer la revolución en los 60s pero lo habían intentado, nos compraron el nuevo cassette de Los Prisioneros, incluso lo compraron satisfechos de haber hecho bien su trabajo de concientizar a sus hijas en contra del gran capital. Así que lo escuchábamos y cantábamos “El baile de los que sobran” todos en familia metidos en el volkswagen escarabajo de mi papá, mientras veíamos pasar por la ventanilla la ciudad gris sepultada en basura de barriadas y pueblos jóvenes, colegios ruinosos y universidades cubiertas de pintas rojas, cerca a los que Sendero Luminoso planeaba su próximo atentado contra el Estado.

Muchos años después, en 2018, Bogotá, Colombia, en medio de una protesta frente al Ministerio de Educación, un grupo de alumnos que reclamaba mayor inversión en educación pública, entonó acompañado por una banda de violines y trompetas, “El Baile de los que sobran”. En las repúblicas bolivarianas utópicas esa canción es de todos.

No es una canción particularmente iracunda: “es otra noche más en la ciudad/ es otro fin de mes sin novedad”. Es más bien una especie de constatación melancólica, disfrazada de resignación: “Únanse al baile de los que sobran/ nadie nos va a echar de más / nadie nos quiso ayudar de verdad”. Una de las cualidades más efectivas del tema es que sabía para quien sonaba. “El baile de los que sobran” fue escrita por/y está dirigida a chicos y chicas que acababan de salir del Instituto y veían cómo esos doce años en el colegio (“este año se les acabaron los juegos/ los doce juegos”) con su letanía liberal de que el esfuerzo conduce al éxito, habían sido poco más que patrañas. Y que la profunda desigualdad (“a otros enseñaron secretos que a ti no/ a otros dieron de verdad esa cosa llamada educación”) los condenaba a patear piedras con los otros sobrantes del sistema. 

“El baile de los que sobran” es una crítica al sistema educativo y, en él, al sistema económico hipócrita y abusivo impuesto por la feroz dictadura militar (“hey, conozco unos cuentos/ sobre el futuro/ hey, el tiempo en que los aprendí/ fue más seguro”). Y es por eso que 33 años después los millones de chicos que salen a la calle en Santiago, gente que no había nacido cuando esos otros chicos se atrevieron a desafiar a la represión pinochetista, siguen entonando la canción como si hubiera sido escrita ayer. 

Su vocalista, Jorge González, declaró a la prensa sobre ese momento en el siglo XXI que conmovió a todos los que fuimos niños y jóvenes en el siglo XX y a muchos más, preguntado por la canción que rompió hoy el sonido monocorde de las balas: “Estuvo muy lindo, pero es muy triste que todavía se tenga que seguir cantando. Esa canción fue creada bajo las mismas condiciones en las que se cantó ayer: en toque de queda y con balazos. Es muy triste que se haya convertido en un tema tan popular, porque significa que no se ha avanzado en nada y que los que manejan Chile no han cambiado en nada”. 

Porque, como ocurre en España, como ocurre en todos los lugares en los que una dictadura se perpetúa durante décadas, transicionan las formas pero cuesta mear el veneno. Y el veneno sigue allí.

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