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Se trata de poder gobernar

Mariola Urrea Corres

Profesora Titular de Derecho Internacional Público de la Universidad de La Rioja —

Han pasado ya muchas semanas desde que los ciudadanos emitieran, por segunda vez, su voto y todavía no se han logrado los pactos que permitan conseguir una mayoría suficiente para formar gobierno. Ante la quietud de Rajoy, el silencio de Sánchez y la desaparición de Iglesias, Albert Rivera anunció la pasada semana su disposición a votar a favor de un gobierno del PP. Este cambio exigía que la presidenta del Congreso anunciara la fecha de la sesión de investidura y requería del PP la asunción de una serie de condiciones: cambiar la ley electoral, eliminar los aforamientos, impedir los indultos a condenados por corrupción, expulsar de las instituciones a los imputados, limitar mandatos y crear una comisión de investigación sobre el caso Bárcenas. De la lista de condiciones expuestas algunas inciden solo de manera epidérmica en la cuestión de la regeneración democrática, lo que las hace perfectamente asumibles por el PP; y otras, que enlazan con cuestiones vinculadas directamente con el poder, como es el caso de la ley electoral, exigirán un proceso de negociación cuyo resultado no es posible anticipar hoy, dado que su aprobación necesita contar también con el acuerdo del PSOE. En suma, Ciudadanos ha transitado de la abstención técnica al voto favorable a Rajoy sin exigir, realmente, nada que no fuera posible abordar desde la posición de fuerza que los resultados del 26-J otorgan a los grupos de la oposición. Todo un ejercicio de equilibrismo político que Ciudadanos asume para rentabilizar al máximo sus escaños y apuntalar la figura de Rivera como mullidor de acuerdos, aunque sea a costa de erosionar parte de su coherencia política.

Sin embargo, el gesto de aparente generosidad política de Ciudadanos no ha sido correspondido con la celeridad que Albert Rivera hubiera deseado. Más bien al contrario. Mariano Rajoy se ha tomado una semana para analizar la propuesta, convocar al órgano de dirección del PP y, en su caso, acordar una decisión cuyo sentido no parece ofrecer demasiadas alternativas. La única incertidumbre que podría existir tiene que ver no tanto con el fondo de la cuestión, como con posibles matizaciones que el PP pudiera, en su caso, exigir en el desarrollo de algunas de las condiciones impuestas. Sea como fuere, parece claro que el movimiento de Ciudadanos va a provocar la convocatoria de la sesión de investidura aún cuando el candidato propuesto por el rey no reúne todavía los apoyos suficientes para que la misma resulte exitosa en primera vuelta. Pero visto lo visto, el avance no es poca cosa.

Con todo, en el momento en que la presidenta del Congreso anuncie la fecha para el debate de investidura, la atención volverá a centrarse nuevamente en el PSOE como partido cuya abstención pondría en marcha de nuevo un gobierno de Rajoy. De hecho, la posibilidad de hacer al PSOE, y particularmente a Pedro Sánchez, responsable de la convocatoria de unas terceras elecciones es una tentación a la que no van a escapar el resto de fuerzas políticas. Ello va a demandar de la actual dirección del PSOE un ejercicio de resistencia numantina difícil de sostener en el tiempo, así como la necesidad de construir un buen discurso que pueda contraponerse en términos argumentales a aquellos otros que apelan a la responsabilidad, al sentido de Estado o, incluso, a la conveniencia de dar prioridad a la puesta en marcha de un gobierno que ya suma 170 escaños y que tiene la obligación de adoptar decisiones en materia presupuestaria que la Unión Europea no va a permitir que se demoren mucho más tiempo.

No pretendemos analizar ahora las razones que pudieran estar justificando la posición de Pedro Sánchez, consistente en mantener firme su negativa (por activa y por pasiva) a un gobierno del PP. No se trata, tampoco, de inmiscuirse en una batalla interna, que el PSOE libra de forma soterrada y que inexplicablemente lo convierte en un partido demasiado débil para un momento político tan transcendental como el que vive ahora España. De igual forma, no queremos aventurarnos a pronosticar si el rechazo a Rajoy en la primera sesión del debate de investidura podrá sostenerse en una segunda sesión cuando se requiera contar únicamente con la abstencion de un número reducido de diputados. Es prematuro, incluso, plantearse ahora qué ocurrirá si Rajoy no sale investido presidente. Sin anticiparnos a un escenario que parece bastante realista, nos parece más enriquecedor plantearnos ahora qué viabilidad política puede tener un ejecutivo cimentado únicamente en un pacto de investidura raquítico y un puñado de abstenciones resultado de la presión. Desde los fundamentos de la democracia parlamentaria ¿se ajusta a la lógica política facilitar un ejecutivo al que después no se le va a prestar el necesario apoyo para aprobar los presupuestos? ¿Se dejará caer en unos meses al presidente que ahora parece imprescindible investir, dado que no provoca la confianza de ningún grupo parlamentario, salvo el suyo? ¿Será también el PSOE responsable último de aprobar los presupuestos que presente Rajoy con los ajustes que satisfagan las pretensiones de Bruselas? ¿En qué momento será políticamente responsable oponerse a la acción de un gobierno débil como el que el PP puede estar en disposición de configurar?

La preocupación sobre la urgencia de formar gobierno a toda costa nos está haciendo olvidar el coste político que implicará mantenerlo a flote y, llegado el caso, retirarle la confianza. Rajoy lo sabe y, por ello, trata de ganar tiempo. No tanto para afianzar su investidura, sino para tratar de garantizarse un pacto de legislatura que le permita la gobernabilidad. No está en juego, por tanto, tener o no presidente, sino más bien disponer de un ejecutivo con capacidad para gobernar. Francamente, esto último no parece estar, al menos a fecha de hoy, garantizado.

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