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A través del espejo del Savoy

Montero Glez

Habíamos coincidido unas cuantas noches en el Savoy y nos saludábamos de barbilla, sin perder de vista el fondo de nuestras copas. Recuerdo su cara reflejada en el espejo, al otro lado de la barra, tras las botellas de ginebra.

Sin duda, era la cara del hombre que se entrega al paso del tiempo con elegancia, mientras los almanaques alcanzan su rostro y lo convierten en una puta calavera. A veces, le daba por limpiarse las manchas de dinero que lucían sus corbatas. “Es un poco maniático”, me confesó Ernie Loquasto, la noche que nos presentó. El viejo Al trabajaba en un banco por las mañanas.

Hace cuatro años que el viejo Al se marchó para siempre. Ahora le recuerdo, asomado al fondo de una copa, con la voz justa para pedir la siguiente y, con ello, dejar caer alguna advertencia. “Muchacho, para un escritor, lo de labrarse una reputación consiste en saber elegir a sus enemigos”. El viejo Al tenía esas cosas.

Por las mañanas contaba dinero con unas pinzas de depilar y por las noches se ponía a beber en la barra del Savoy, mientras el saxo de Lester Page aflojaba notas tan largas como el olvido y a Ernie Loquasto se le encendían los dientes, en un gesto que imitaba a una sonrisa. En cierta ocasión, cuando le dije que yo de mayor quería ser como él, el viejo Al me contestó sin levantar los ojos del fondo de la copa: “Mira muchacho, eso es fácil. El fracaso es lo único seguro en este oficio. Nadie va a impedirte ser un fracasado”.

Ahora, me acerco hasta lo que queda del Savoy con el último premio que acabo de recibir y puedo imaginar, ya puesto, otra vez al viejo Al, soltarme aquello de “Mira, muchacho, si te quieren matar, mejor que te peguen de balazos a cañón tocante. Por lo menos, es más digno que un premio literario”.  Para él, los literatos que han conseguido algún galardón, más que a otra cosa, se lo deben al esfuerzo de perjudicar su anatomía.

En el fondo, la verdadera aspiración del viejo Al siempre fue la misma. Consistía en alimentar la esperanza de que, a su muerte, no se presentasen los acreedores con una orden de embargo que privase a sus amigos del recuerdo de su cadáver, reflejado en el espejo, tras las botellas de ginebra.

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