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La última lección de Cecil

José Luis Gallego

La caza de animales salvajes en peligro de extinción, hasta hace poco símbolo de estatus entre los aristócratas de finca y montería, se ha convertido en la peor arma destructora de reputación para quienes la practican. Y si no que se lo pregunten al rico dentista de Minneapolis Walter James Palmer, quien se ha visto obligado a cerrar su consulta, su página web, su perfil en las redes sociales, apagar el móvil y esconderse del mundo tras dar muerte a Cecil, el león más famoso y estimado de África.

Este friki de la caza con arco, que aparece en un siniestro catálogo de fotos que ha dado la vuelta al mundo disfrazado de Rambo y junto a algunas de sus víctimas recién abatidas, ya había tenido que pagar miles de dólares por quebrantar las leyes de caza norteamericanas. Es posible que se vanagloriase de ello en las barbacoas de su club de campo. Pero eso fue antes de viajar con su arco a Zimbabue.

Lo que jamás se pudo imaginar es que aquel bellísimo león que dejó agonizando en el entorno del Parque Nacional Hwange tras atraerlo con un cebo fuera del área protegida, aquel trofeo por el que pagó 50.000 dólares a las mafias del furtivismo, iba a llevarlo a la más absoluta de las ruinas. Y no estamos hablando de dinero, sino de reputación, de honra de consideración social.

El asesinato de Cecil ha provocado una de las reacciones de repulsa hacia su ejecutor más unánimes que creo recordar. Los principales medios de comunicación de todo el mundo han venido informando diariamente de los hechos del Hwange con un nivel de cobertura insólito para este tipo de agresiones a la naturaleza. Pero la causa de semejante atención mediática no ha sido el propio hecho noticiable, sino la formidable repercusión de la noticia en las redes sociales.

El viejo león de melena negra era el mayor símbolo de la naturaleza de Zimbabue. Sus imágenes han sido de las más buscadas estos días en internet. El monólogo que le dedicó la estrella de la ABC, Jimmy Kimmel, lleva más de cinco millones de visualizaciones en YouTube. Cecil se ha convertido en una leyenda tan grande como la deshonra de su asesino.

La pregunta que me hago tras la emocionante reacción ciudadana a la que estamos asistiendo por el asesinato de Cecil es si algo parecido podría llegar a suceder en nuestro país. Si lo mismo que le está pasando al siniestro dentista de Minnesota le podría llegar a ocurrir a alguno de los personajes patrios que han sido fotografiados con un elefante recién abatido a sus pies, luciendo los testículos de un ciervo en la cabeza o las orejas de un toro en las manos. Y no hablo de meterlos en la cárcel, que también, sino de la deshonra, del estigma social en el que deberían caer todos los que maltratan, torturan o asesinan a un animal.

Me pregunto si nuestros coleccionistas de trofeos de caza se habrán puesto en la piel del dentista y habrán sentido el escalofrío. Si habrán caído en la cuenta de que sus salones de cabezas disecadas y olor a naftalina ya solo provocan náuseas. Si serán conscientes de que, como el asesino de Cecil, se han convertido en unos frikis cuyas correrías cinegéticas solo interesan a su taxidermista.  

Mientras tanto poco importa si el tal Palmer, al que ya han ido a buscar los agentes del Servicio federal de Pesca y Vida Salvaje de los Estados Unidos acusado de un delito de caza furtiva, acaba en la cárcel. Eso es lo de menos pues socialmente ya es un cadáver.

Lo importante es que todos los Walter James Palmer del mundo, incluidos los nuestros, que son una auténtica piara, hayan tomado nota de lo ocurrido, caigan en la cuenta de que el mundo entero los repudia y dejen de disparar a los animales. Desde aquí les invito a que entreguen todos sus trofeos para ser enterrados y se sometan a una cura de desintoxicación por su adicción al plomo trabajando como voluntarios en un centro de acogida de animales abandonados. Ese sería el mejor síntoma de que han aprendido de la última lección de Cecil.   

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