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Está usted en su sitio, sr. Cantó

Cristina Fallarás

(Si a lo largo de este artículo siente usted, lector, la tentación/necesidad de juzgarme, hágalo sin culpa, e intente si acaso regocijarse)

NUMERITO 1

Tengo ocho años, o quizás diez. Y estoy a punto de vivir la primera de una serie de experiencias a las que no acabaré de acostumbrarme: Un hombre va a sacarse la polla y me la va a enseñar. Se trata de una experiencia sin mezcla: Incomprensión.

La primera vez que me pusieron una polla delante sin que yo lo pidiera fue en una gasolinera de la carretera que iba de Zaragoza a la costa catalana. Creo recordar que ya era autopista. Yo debía de tener unos diez años, u ocho, no sé, y el señor gasolinero decidió que además de sacar la manguera de repostar, aprovechaba para sacar su miembro y pegarlo a la ventanilla donde la niña con uniforme que yo era dormitaba aquel viernes su inicio de fin de semana. También sacó la lengua e hizo todo un rosario de gestos que yo vi por primera vez, que no entendí, que me provocaron un dolor de estómago largo y desagradable y que luego he vuelto a ver muchísimas más veces de las que pienso contar y recordar. Su miembro dejó un rastro sobre la ventanilla parecido al vaho, pero que tardó mucho más que el vaho en desaparecer. Jamás volví a tocar aquella ventanilla. Durante más de una década el hecho de parar en una gasolinera me provocó taquicardia, náuseas y descomposición.

NUMERITO 2

Tengo 18 años, exactamente, y voy a vivir la segunda experiencia de esas a las que no acabaré de acostumbrarme. Concluirá con mezcla: Incomprensión a punto de dejar de serlo, miedo, vergüenza e impotencia. De la mezcla, la sensación superior es la de vergüenza.

La segunda vez que me impusieron una polla fue en el tren que hace el trayecto Barcelona-Mataró. En aquella ocasión yo tenía ya 18, acababa de llegar a Cataluña a estudiar periodismo y acudía con cierta asiduidad a casa de una amiga en Masnou. Acabábamos de salir de la Estación de Francia cuando vi al tipo, un cuarentón obeso, sentado en diagonal frente a mí. Al principio me llamó la atención que me mirara con una intensidad molesta. Trataba de no dirigir mis ojos hacia él, pero podía sentir su mirada y un cierto movimiento de sube-baja. No recuerdo cómo me di cuenta de que tenía la polla fuera del pantalón, la agarraba con la mano y la meneaba. Aquella polla me pareció un trozo de carne a medio cocer. A partir de aquel día y durante un tiempo muy superior a una década la elección del asiento a la hora de viajar en tren se convirtió en una cuestión de vida o muerte. En el caso de que la señora –siempre señora— que viajara a mi lado, se bajara antes que yo, me levantaba inmediatamente y recorría los vagones hasta dar con otra mujer, a ser posible madura, a ser posible fea.

NUMERITO 3

Tengo 19 años, y voy a vivir la tercera. En este caso, además, media un tipo de violencia no del todo extraña en los alrededores de los baños de discoteca. Concluirá también con mezcla: Rabia e impotencia. De la mezcla, la sensación superior es que no sale: Silencio.

La tercera vez que me impusieron una polla fue después de la mítica frase “Ahora vas a acabar lo que has empezado”. Vino a ser algo después de lo del tren, y yo ya me había acostumbrado a lo que significa caminar sola, el metro, los trenes, las lenguas recorriéndoles el labio superior, las manos agarrando la bragueta. Bragueta es la palabra. Venían a decirnos algo así como “tú eres una calientabraguetas”, se trataba de una frase muy en boga, eso y “calientapollas”. Las chicas también lo decían: “Ojo con esa, que es una calientapollas” o “No hagas eso, que van a pensar que eres una calientapollas”. Ellos exigían lo que consideraban su merecido final-feliz. ¿Merecido por qué? Porque una había bailado en mitad de la pista, porque una llevaba minifalda, porque se te caía un tirante, porque estabas ebria, etcétera. Ahora vas a acabar lo que has empezado. Lo que “había empezado” estaba en su entrepierna, claro. Un golpe, o agarrarte del cuello, o un apriete bastaban. Recuerdo que el lugar no era exactamente una discoteca, sino uno de esos bares de la calle Aribau de Barcelona en los que se bailaba eso llamado pop español. Al acercarme a la puerta de los baños, el tipo, de cuyos rasgos no recuerdo absolutamente nada, se abalanzó sobre mí y me arrinconó contra la pared. ¿Qué pasa, no te gusta? Al intentar zafarme, llegó la frasecita final-feliz junto con un dolor del cual deduje que lo mejor era quedarme quieta, aguantar el chaparrón y rogar por que aquello que se frotaba contra la pierna bajara rápido.

SALUTACIÓN Y NUMERITO FINAL

Sr. Toni Cantó, señoría, le saludo.

Y no solo le saludo, sino que le acabo de dedicar estas tres cuentas de mi personal rosario fétido, tres pelotillas puercas de una sarta mayor, no sabe usted cuánto, no diré que una sarta excesiva por no definir el exceso llegados a este punto.

Ya verá qué risa.

Habrá visto usted películas porno, ¿quién no? Me refiero a un porno básico, llamémoslo disciplina debutante. Ya sabe, de cuando el adolescente escribe la palabra Sexo por primera vez en la barra de Google. O la primera cinta que el novio/marido/amante se decide a compartir con la hembra que le acompaña en coito. Ya verá qué risa.

Voy al numerito final:

Después llega el día en el que, con una cifra considerable y variopinta de numeritos en el lomo, un tipo te invita a compartir la filmación esa a la que me acabo de referir. Eres joven y moderna, tus amigas lo hacen y lo comentan con soltura, estás explorando y en el fondo te importa un carajo, así que te sientas. Entonces sucede, qué risa, entonces ves desfilar ahí, uno detrás de otro, mi NUMERITO 1, mi NUMERITO 2, mi NUMERITO 3…

Pruebe usted, señor diputado, señoría, deme el gusto: vuelva a leer los tres numeritos de partida, pero en esta ocasión hágalo como si se tratara de los arranques de sendas películas porno. Nada, no se apure, ya sabe que la ficción es ficción y no tiene pecado: la de una pre púber seducida, la del que se la acaba tirando en el tren y la del que somete a la calentorra del pub. Nada que no hayamos visto.

¿Ya?

Qué cosa, ¿no? Qué cosa curiosa que las pelis habituales, las más trilladas, reflejen como un espejo las cuentas de mi rosario fétido. O quizás es al revés, qué sé yo: Qué cosa que ese rosario se adapte fidelísimamente al patrón de la fantasía básica hecha industria.

Inciso necesario: Le ruego que no vea en lo que le acabo de contar una crítica al porno, género que me la trae al pairo. Sería una majadería tan de baba como comparar la violencia contra las mujeres con su equivalente contra los hombres. Con si quiera mezclarlas en una misma reflexión. Ya no estamos para esas idioteces por estos pagos. Solo quería encadenarle unas cuentillas pringosas que van, oh, en el mismo rosario. Fíjese que ni me molestaré en argumentar(le) nada. ¿Qué argumento se puede oponer a lo que somos, a lo que llevamos cosido a nuestro ser en el mundo? No seré yo quien malgaste palabras ni tiempo en labores imposibles. Resulta inútil como desesperante tratar de explicar –a todos, hombres, mujeres e híbridos— que nuestra construcción esencial está levantada sobre una hondísima fosa de rosarios sobre rosarios de los que le he contado.

Si quiere le cuento la educación para ser macho, la imposición de una estética quirúrgica, las decenas de miles de denuncias, los cientos de miles de silencios, los golpes, las muertes, una legislación basada en la confianza ciega en la bondad del agresor, la prostitución y la esclavitud de las hembras para solaz del macho, minucias como una vida laboral agresiva y contra la maternidad, sueldos, befas, las veces que han escrito bajo mis artículos la palabra puta, la palabra malfollada, la palabra insatisfecha… Puedo, claro que puedo. Pero hace ya tiempo que entendí la absoluta inutilidad de todo eso.

Su imaginario y el mío, nuestra educación sentimental, lo que llamamos cultura/ética/civilización, lo que somos al fin, ¿todavía? luce los trapos que acabo de contarle. Por eso usted atiende al grupo de personas que le cuentan idioteces, gilipolleces que ya ni me molestan. Por eso usted se apresura a ejercer de altavoz. Porque lo devuelve al lugar que reconoce. Por eso sigue usted donde sigue, en la Comisión de Igualdad. Por eso existe dicha comisión. Por eso seguimos hablando de algo llamado Igualdad, miserable patraña. Por eso está usted en su sitio.

Sr. Toni Cantó, señoría, la igualdad, esa de la que usted forma parte, es el enunciado de su/nuestra mala conciencia. La peor, la más pútrida cuenta del rosario maldito.

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