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La “vieja” y el grifo

Una escalera de un edificio de viviendas en el centro de Madrid

Cristina Armunia Berges

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En el séptimo vive una señora de más de 80 años, con los tobillos como varillas y el pelo rojizo, a la que no veo desde hace mucho y echo en falta. Antes de la pandemia, allá por el Cámbrico, solíamos coincidir en el ascensor, la veía ir ronda arriba y ronda abajo con bolsas de plástico casi vacías o descansar en un banco que hay sobre el mar de asfalto que es mi calle. Esta vía del centro de Madrid suena a taller destartalado por el día y por la noche y, aun así, me sé de memoria los rostros de los que, hace no tanto, pasaban sus tardes sobre los asientos de madera ennegrecida.

Entre ellos, mi vecina la del séptimo; una señora que en otra vida debió de ser matrona o ginecóloga porque anda explicando continuamente los pasos a seguir si alguien se pone de parto; dos hermanas proféticas que siempre despliegan un plástico blanco antes de sentarse a tomar el sol y un trabajador de una tintorería, que con un cigarro entre sus labios habla y habla por teléfono en todos sus descansos. Mi barrio no tiene el poderío que tiene La Latina, pero gracias a su desnivel, y más ahora en los días limpios, se puede contemplar la Casa de Campo, la sierra y la Almudena de un solo vistazo.

Días después de mudarme a este piso, cerca de la Puerta de Toledo, alguien tocó al timbre y me pilló por sorpresa. Primero respondí al telefonillo y después me di cuenta de que ya había alguien detrás de mi puerta. Desconfiada, porque si algo me ha enseñado Madrid en estos trece años es a ser cauta, pregunté y observé por la mirilla el cuerpo enjuto que esperaba impaciente al otro lado. Abrí. “¿Tú has oído algún ruido? ¿A ti te he molestado?”. Le dije que yo acababa de llegar al piso y que no había oído nada. “Pues dice aquí, la de al lado –relató poniendo una mueca burlona y señalando–, que he hecho mucho ruido estas últimas noches, que qué pasa”. Yo repetí como un autómata que no había oído nada, que por mí no se preocupase. “Si yo soy una vieja, qué ruido voy a hacer”. Y se fue.

En otra ocasión, en el portal, esperé a que saliera del ascensor con la puerta de la calle abierta y no terminó de gustarle que me quedase allí plantada, esperando, porque sus pasos cortos e inestables tuvieron que acelerarse para que la pasmada con la puerta abierta pudiera largarse. Me dio las gracias con el morro de medio lado y, sin más, se fue. Soy yo, la del sexto, quise decirle, pero ella ya iba calle arriba con sus bolsas al aire y yo, calle abajo a por el bus.

La última vez que hablé con ella se me acababa de caer un bote de suavizante para la ropa justo antes de entrar en el ascensor y tuve que limpiarlo a conciencia para que nadie resbalase sobre el mármol. Me preguntó qué estaba haciendo y le conté la peripecia. Entrando en el ascensor, respondió: “Ah”.

Desde que empezó la pandemia, mi casa parece estar embrujada. Se multiplican los crujidos, los ruidos y los murmullos. Sé cuándo la hija de la vecina de al lado le trae la compra y curioseo cuando hay bronca con los jóvenes de unos pisos más abajo, no sé cuál exactamente. También sé que la vecina del séptimo sigue por ahí, danzando, porque todas las mañanas a eso de las ocho suena insistente su grifo, que yo calculo que es el de la cocina, y la imagino haciendo el desayuno y enjuagando los platos de la noche anterior. Siempre cierro los ojos para dormir un poco más, pero su grifo casi todos los días, me gana la partida.

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