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ADELANTO

Off the record: verdad, sangre, algoritmos y negocios

Portada de "Off The Record", de Pablo Pancini

Pablo Mancini

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LA GUERRA DEL CERDO EN EL DIARIO

Para entender la situación del negocio de las noticias, además de bucear entre cifras, hay que aceptar y dejar en claro que la industria, atravesada de punta a punta por el impacto tecnológico en las formas y los comportamientos de consumo, está en buena medida influenciada por el miedo y la inseguridad que ciertos hechos reales han alimentado durante las últimas décadas.

La economía de la atención se reorganizó en fragmentos cada vez más especializados y la distribución de los contenidos que intentan captar a las audiencias fue arrancada, probablemente a esta altura en forma irreversible, del monopolio de facto que los medios y los diarios tuvieron antes de internet. Por esta misma razón, la cultura empresarial y la psicología de las organizaciones periodísticas, y la de las personas que las conformamos, son un tema central para el negocio.

Algunos meses antes de morir, Jean-François Fogel, periodista, ensayista y maestro de la Fundación Gabo, me abrió los ojos durante un almuerzo tan sobrio como improvisado en un restaurante. Él esperaba un vuelo de regreso a Francia y yo uno de regreso a los Estados Unidos: –Pablo, tenés que enfocarte en la gestión. Es donde se resuelve la ecuación de la operación del medio. Si no resolvemos la gestión de estas organizaciones, estamos perdidos.

Nosotros podemos y tenemos que resolver eso. El cambio tecnológico nos permitió profesionalizar procesos y medir mejor los resultados, pero la tecnología se está convirtiendo también en una distracción. El punto sensible es el management.

Lo dijo en un tono que mezclaba secreto y urgencia, sangre y verdad, y lo hizo en una voz muy baja, como si no quisiera que lo escucharan. Los vuelos atrasados que esperábamos durante ese almuerzo frugal de vegetales, pescado blanco y agua eran casi una metáfora más de lo que me proponía resolver.

Frente a ese escenario, los dueños, los accionistas y los directores de los diarios tradicionales –en muchos casos en manos de familias patricias o vendidos a corporaciones que suelen operar en otras industrias y que incluso cotizan en Bolsa– intentaron de todas las maneras posibles (desde las más racionales y previsibles hasta las más ridículas e improbables) rescatar el negocio impreso de un declive inevitable.

Hubo un diario en España que, no recuerdo qué día de la semana, al comprar la edición impresa, venía con un croissant de regalo. Sí, leíste bien, una medialuna a cambio de comprar el diario. Pero si tenés que regalar el desayuno con el diario que vendés, ¿no es porque tu contenido ya no vale nada y tu marca vale cada vez menos? Si llegaste a eso, perdiste el norte. Perdiste todo. Perdiste.

Durante el final de la primera década de este siglo, mientras los diarios impresos veían sus costos al alza y su audiencia en declive, una nueva generación de marcas esperaba a los públicos migrantes en internet con contenidos muy atractivos y en formatos novedosos, diseñados para un consumo tan “urbano” como “posmoderno”, “afterpop” y “descomprometido”, como a sus representantes les gustaba repetir.

Empresas de alcance global como Buzzfeed, VICE y The Hufftington Post, por mencionar tres muy diferentes entre sí, se convirtieron así en los grandes aeropuertos donde aterrizaron estas nuevas audiencias. Y detrás de ellas, buena parte de los presupuestos publicitarios de los anunciantes que hasta ese momento controlaban los diarios y, también, periodistas que corrieron detrás de la nueva ola que prometía acercarlos a las sirenas de una nueva era de los contenidos.

Como sabemos, fue una luna de miel fugaz, posibilitada durante esos años por la también novedosa capacidad de “compartir” contenidos entre los usuarios de las redes sociales. Con distinta suerte, al final el ascenso de estas nuevas marcas se contrastó bastante con la precariedad de sus modelos de negocios, que se basaban en la publicidad, la producción de contenido para marcas y el licenciamiento de contenido. En el mejor de los casos, algunas siguen en pie, aunque con presupuestos cada vez más lánguidos, mientras que otras están a la venta, sin jamás haber construido una marca realmente fuerte y confiable.

Puertas adentro, sin embargo, lo que nunca se reconoció del todo es que, en pleno auge de estas plataformas “urbanas” y “posmodernas”, la mayor parte de los diarios, y los editores muy especialmente, se vieron tentados por sus cantos de sirena. Al punto que no solo las escuchaban, sino que también intentaban imitarlas.

Durante esos años, yo tuve una relación cercana con los chicos que dirigían VICE. Los veía tanto en reuniones de trabajo como en bares o cenas en Buenos Aires, Miami y Nueva York. Además, escribía para la edición americana de The Hufftington Post cada dos semanas y tenía contacto esporádico con gente de Buzzfeed.

Muy resistidos al principio, mirados por los editores con desconfianza y menosprecio aunque pronto se volverían a sus mismos ojos muy sensuales, estos medios digitales se convirtieron en los primeros y muy atractivos cantos de sirena de la industria del siglo XXI. Y los motivos eran atendibles: la capacidad que habían desplegado para construir importantes volúmenes de audiencias en poco tiempo tenía a muchísimos editores chapoteando felices en las cristalinas mareas del entusiasmo. De hecho, muchos editores escuchaban aquellos cantos de sirena en un sinfín de eventos y conferencias, y hasta se organizaban entrenamientos donde los periodistas, en algunos casos con décadas de experiencia, eran “reeducados” en la tarea de crear contenidos y formatos “relevantes”.

Muchos compraban toda la película, aunque también vi a periodistas de larga experiencia entendiblemente retraídos por el miedo al ridículo cuando los exponían a esa reeducación petulante. Visto en perspectiva, eran escenas erráticas y tristes. Pero también resultaron ser escenas improductivas en términos de estricta rentabilidad comercial.

Quizás algunos recuerden que muchos diarios digitales, en aquel tiempo, empezaron a publicar las típicas listas que Buzzfeed había convertido en una parte inmediata de su identidad. A la vez, los equipos de video en esos mismos diarios intentaban, sin el menor rasgo de autenticidad, producir algún documental multimedia corto, al mejor estilo VICE que realmente sí produjo cosas muy buenas y novedosas. También tuvo influencia el contrato de lectura cercano y descontracturado que caracterizó a The Hufftington Post, que le daba voz y exposición a muchos especialistas en los más diversos temas que, hasta entonces, no contaban con la justa publicidad que su expertise merecía y buena parte de la audiencia disfrutaba.

La fantasía de que se podía construir un gran volumen de audiencia rápido, barato y fácil se agrandaba día a día durante 2013 y 2014 y hechizaba a CEOs y dueños de diarios. Sin embargo, los diarios y los sitios de noticias no estaban realmente modernizándose ni abriéndose al cambio. En lugar de eso, perdían el eje y se desviaban por el falso atajo de la reinvención superficial y los resultados inmediatos que, en muchos casos, logró solamente lastimar la confianza de las audiencias que todavía buscaban alguna forma de periodismo relevante en sus marcas.

Por supuesto, no funcionó. Y la dulce marea a la que invitaban a nadar las sirenas del momento no tardó en convertirse en un amargo remolino. Al menos esa fue la tendencia generalizada, aunque hubo excepciones. The New York Times, The Washington Post, The Economist y el Financial Times, por mencionar algunos medios muy destacados que no perdieron la cordura frente a lo nuevo, se enfocaron en hacer mejor periodismo, fortalecer sus marcas, retener talento y optimizar sus procesos internos y sus modelos de negocios. Por algo se trata de empresas que no solo siguen en marcha sino que, además, gozan de un prestigio internacional que pocos en la industria pueden lucir.

Los que durante esos años fueron consistentes con su misión periodística y establecieron una visión estratégica para la organización quedaron mejor parados que aquellos que se arrastraron por las páginas vistas y rebajaron su misión a la de los clics fáciles. Que nadie lo malentienda. Aquellos nuevos jugadores y muchos otros fueron productos innovadores que han dejado una huella indeleble en la historia de la industria. Pero la situación real era entre delirante y penosa, una sátira en la que aquellos que creían contar con una bala de plata terminaron

pegándose un tiro en el pie.

Vamos a poner un ejemplo sin dar nombres, pero con los indicios suficientes como para reconocer el carácter espasmódico de las decisiones en una organización de medios repentinamente fascinada con aquellos cantos de sirenas. El dueño de un medio de América Latina –perdón, tampoco vamos a decir el país esta vez–, alguien que se caracteriza por frecuentar cantos de sirenas y comprar toda falsa bala de plata con pólvora húmeda a su alcance, solía anunciarles a sus editores cambios en la estrategia editorial, en los formatos de los contenidos y en las secciones de su medio después de cada reunión con los líderes de esas y otras marcas de la época. Este mecanismo, que a él le permitía autopercibirse como innovador pero que, en la realidad, lo convertía en un abanderado del micromanagement narcisista y tóxico, volvía loco a sus equipos. Y tenía esas reuniones, al menos, una vez al mes. Ya no importa de qué trabajo, disciplina u oficio se trate: ¿cómo se supone que alguien logre algo si la estrategia, el método y el objetivo mutan cada treinta días?

Era realmente insufrible para quienes trabajaban con él, profesionales a quienes incordiaba y mortificaba por asuntos irrelevantes en nombre de una “innovación” que predicaba y pontificaba sin pausa, sin razón y, sobre todo, sin vergüenza. Ocurría que te encontrabas en un pasillo con algunos de los editores y, cuando los saludabas, incluso aquellos que no eran precisamente el cuchillo más afilado del cajón, te respondían con cara de “esto no tiene ningún sentido ni tiene remedio”.

–Todo bien, Pablo –decían–. Ahora hacemos listas con las cinco mejores prendas de invierno para perros. Pero tenemos que terminar antes la lista de las diez series en Netflix que no podés perderte para “maratonear” este fin de semana.

Resultaba evidente que ese no era el camino. Al periodismo, antes que reinventarlo, había que hacerlo bien.

Las novedades suelen venir con fiebre y entusiasmos volcánicos, y los termómetros nunca son precisos ante esas llamaradas de la excitación por el camino fácil. Quienes las reciben, quienes las implementan y sobre todo quienes esperan resultados mágicos en el corto plazo, terminan, en uno y otro sentido, afiebrados por una aventura que, más que creativa, es desafortunada.

A quienes en 2024 orbitamos los cuarenta años, nos tocó este particular momento de transformación de la industria. Nos tocó la mutación. Caímos en la intersección. Nos tocó empezar nuestra profesión en publicaciones de formato impreso para luego desarrollarla en formatos online. ¿Y sabés qué? Es improbable que los próximos veinte años sean menos inestables que estos primeros veinte.

Estamos en medio de dos mundos, entre una generación que se retiró durante los años posteriores a la aparición de internet y otra generación que recién empieza. En consecuencia, nos toca ver un poco de ambas películas. Mientras tanto, tenemos maestros de la vieja escuela y equipos construidos con la nueva generación. Tenemos los costos de las operaciones opulentas del pasado con la facturación del mercado cada vez más fragmentado del presente.

Honestamente, no es una queja. En cierto sentido, es lo más fascinante de todo. Tratamos todos los días de una manera directa con una auténtica convergencia. O, mejor, con un proceso de evolución que une lo que aún no termina con lo que recién comienza.

Es ahora, cuando las máquinas aprenden de a poco a escribir los diarios, tema al que vamos a entrar más adelante, que descubrimos que hay un error que no se puede repetir: sobrestimar el impacto del corto plazo y subestimar el del largo plazo de nuestras decisiones y de la tecnología. En definitiva, allí apuntaba aquel Fogel misterioso y de ojos eternos durante aquel almuerzo que el destino, sin ningún sentido del humor, decidió que fuese el último juntos.

Leyendo el “diario del lunes”, sabemos que con cada tecnología, con cada nueva forma de distribución y con cada nuevo mecanismo de comercialización y monetización, este error ha sido constante en cada oportunidad en el que fue posible.

Si no cometemos ese error, vamos a salvarnos de continuar con la famosa “guerra del cerdo” entre lo viejo y lo nuevo, una guerra con participantes que, para colmo, tiene exponentes orgullosos, fanáticos en algunos casos, desde ambos bandos.

El problema es que se trata de una guerra que no se aguanta más. En especial porque, a diferencia de la que escribió el argentino Adolfo Bioy Casares en su célebre novela, el diario de esta guerra en los medios tiene una narrativa insoportable, vacía y, a todas luces, expirada, que lo arriesga todo.

DM

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