Se esperaba algo de la vuelta de Pepe Navarro a la televisión. Estigmatizado por ser el «inventor» de los «late nights» patrios, de la silicona al por mayor cuando se avista la madrugada, de los escándalos prefabricados que no resisten un amanecer, de las noches «canallas» donde salía lo peor de cada casa, su regreso estaba envenenado por un morbo que no ha sido tal. Navarro salió con su dentadura perfecta, lo que ya no es una novedad -las fundas dentales son así de democráticas- y se quedó con el espectador. La camiseta que llevaba, por nueva, no evitaba resultar antigua. Él lo sabía y con su descaro de siempre -listo, ya avisó que en su programa no se vería más de lo que ya se había visto en la televisión- nos llevó a una máquina del tiempo, donde parecía que los años no habían pasado, con sus colaboradores de siempre (Rambo, Carlos Iglesias, Crispin Clander, o como se llamase) no sé si en un ejercicio de nostalgia reivindicativa o en su particular forma de tocar los fotolitos al personal, que va a ser que sí porque provocador es un rato, aunque sea con efectos retroactivos. No es difícil recordar cuando Pepe Navarro era el rey del mambo, el comunicador, si no arriesgado, al menos con la suficiente suficiencia para dejar al espectador con los ojos a cuadros con entrevistas y reportajes que hoy nos parecen de parvulario. Ahora sólo ha sorprendido a los que no le conocían, a los que no cruzaron con él el Mississippí. Tal vez sea prisionero de su éxito pretérito o, quizás, haya decidido acomodarse en aquel dicho que dice: «Más vale lo malo conocido, que lo bueno por conocer», o guarda ases en la manga, que también. Pero la televisión ya es otra. Ya no sorprende tanto que desvele temas más o menos escandalosos, porque cada día florecen unos cuantos en la pequeña pantalla, y sí quizás que dependa tanto de un papel. Que no le quite ojo a cuanto le han escrito los guionistas, no se sabe si sorprendiéndose él mismo por lo que ve impreso o por aquello de intentar hacer los deberes en el último instante, como tantas veces hicimos muchos de nosotros. En su debut nos ofreció una moviola de sus anteriores programas, algo que en días sucesivos no volvió a ocurrir. Quizás desgraciadamente para los nostálgicos, porque una no pudo por menos que sonreír ante la actitud de Navarro, convertido ya en un eslabón más de la tradición pícara de este país. Al menos se agradece su actitud gamberra, su vocación de innovador apelando al conservadurismo, su corte de mangas -simpático, a lo Tony Leblanc en la película «Los tramposos»- a los estándares de las cadenas, su orgullo al transmitir: «Yo inventé esto y esto es lo que hay. Busquen, comparen y si encuentran algo mejor...». El público tendrá que hacer ahora ese ejercicio, algo que, viendo cómo la curva de audiencias ha ido descendiendo desde el martes, quizás no le guste mucho. Pero ya lo dijo el propio Navarro: «Si estuviera en una cadena privada sería líder el primer día». O no.