¡Feliz Halloween!: Nuestros “Maestros del Terror” favoritos
5. “Pieles” (“Pelts”, Dario Argento, 2006)
“Cortar es un arte”, exclama en un momento de Pieles el personaje de Meat Loaf. Dario Argento sabe bien de lo que habla. Galerista de lo macabro, su cine se ha recreado hasta límites enfermizos en la belleza intrínseca de la violencia y el horror. El mal como musa de sus asesinos, que crean con sus manos –eternamente enguantadas en cuero negro, película tras película– portentosas obras de ingeniería criminal pintadas en profondo rosso. No extraña por ello que, en este segundo esfuerzo para Masters of Horror, Argento se sumerja en el mundo de la peletería, un oficio que resulta del maridaje de lo cruel y lo estético: matar animales para vestirnos con sus pellejos y sentirnos atractivos. En este caso particular son unos mapaches cuyo cuero desata una locura irrefrenable en quien los contempla.
Pieles tiende puentes con El gato negro, la adaptación de Poe que el italiano perpetró dentro del díptico Los ojos del diablo (Two Evil Eyes, 1990), y no solo por contar con animales como catalizadores del horror. Tanto el fotógrafo de crímenes que incorporaba Harvey Keitel en aquella como Meat Loaf en esta comparten esa mirada obsesiva, erotizante de un oficio que colinda constantemente con la muerte. Ambos buscan alcanzar el goce absoluto, ya sea inmortalizando un cuerpo seccionado o arrancando unas pieles a su legítimo dueño para cubrir con ellas a la bailarina a la que desea.
Aunque sin la consistencia narrativa de Jenifer –mucho más ordenada, desde luego, pero también más plana–, Pieles recupera por momentos al Argento “arquitecto sádico” de antaño, ese al que no vemos, quizás, desde los electrizantes veinte minutos iniciales de Insomnio (Non ho sonno, 2001). Lo atisbamos, por ejemplo, en esa cara agarrada al cepo para osos o en el “sacrificio” final del protagonista, que nos confirma también la vocación satírica de este mediometraje, algo inusual en el director romano.
4. “Esculturas humanas” (“Incident on and Off a Mountain Road”, Don Coscarelli, 2005)
Después de anonadar al más escéptico con Bubba Ho-Tep (ídem, 2002), delirante y delicioso what if en el que un sexagenario y olvidado Elvis Presley debía vérselas con una momia perdida en Texas, Don Coscarelli volvía a asociarse con Joe R. Lansdale, autor del relato que aquella adaptaba, en una nueva aventura. El creador de Phantasma (Phantasm, 1979) metía mano a otra obra del escritor en su contribución a Masters of Horror que, además, tenía la complicada misión de inaugurar el periplo televisivo de la serie.
La premisa que se nos presenta en Esculturas humanas no es en sí novedosa –un monstruo acecha en una apartada carretera a una fémina aparentemente vendida a su suerte–, pero introduce en la fórmula interesantes apuntes: mira tú por dónde, la damisela que ha ido a escoger el gul en cuestión se desvela como una guerrera nata acostumbrada a lidiar con el horror en su vida cotidiana. Esta “Rambita” es producto precisamente de política del pánico propagada tras el 11-S, la respuesta desquiciada a ese nuevo orden que inyecta el miedo en sus ciudadanos. Coscarelli utiliza esto para formular un discurso irónico sobre los lugares comunes del género: nada, ni un mostrenco asesino con afición por las jovencitas ni el más tupido y oscuro de los bosques, causara un pavor comparable a lo que podemos sufrir tras las paredes de nuestro hogar, dulce hogar.
Así lo demostrarán los múltiples flashbacks, que ponen en paralelo el peligro doble (en el fondo, el mismo) que ha de superar Ellen (Bree Turner), la protagonista: de una parte, esa criatura del averno que responde al nombre Moonface (a la postre, el personaje menos interesante); de otro, su paranoico marido, inspirador último de sus pesadillas y protagonista de las verdaderas escenas de terror, las más incómodas y desagradables. Esta alternancia de tiempos no afecta al ritmo del filme, que avanza firme hasta su resolución. Esculturas humanas concluye con la sensación de haber presenciado algo distinto a lo que se nos prometía, un slasher con más seso dentro que fuera desperdigado.
3. “El ejército de los muertos” (“Homecoming”, Joe Dante, 2005)
Aunque George A. Romero quedara fuera de la alineación de astros convocados por Mick Garris, El ejército de los muertos se encarga de invocar su espíritu. Y es que... ¿Quién con mayor legitimidad que los muertos de la guerra para derrocar al gobierno que los mandó al campo de batalla a base de mentiras? Esa es la idea clave de la que nos ocupa: los soldados estadounidense fallecidos en Iraq retornan a su patria en féretros, pero se niegan a quedarse en silencio y se levantan para votar en las elecciones, con el objetivo de expulsar del poder a los republicanos.
Joe Dante hereda la mordiente del papá zombi y crea una sátira política furibunda sobre el estado de las cosas tras el 11-S, ideal para disfrutar en sesión doble con La Tierra de los muertos vivientes (Land of the Dead, 2005). En ambos casos, el zombi emerge una vez más como catalizador, como agente del cambio con conciencia de clase: a diferencia de los de la citada Tierra..., revolucionarios organizados a modo de guerrilla, estas tropas de cadáveres andantes deciden hacer uso de los cauces democráticos para buscar el cambio de rumbo. Los representantes políticos y estatales, por su parte, son los grandes monstruos de la historia: creadores de mentiras expertos en imponer el miedo y utilizarlo en su beneficio. La administración Bush y su servicio de propaganda se postulan el gran enemigo a batir, de forma más bien evidente (si Dennis Hopper era en la de Romero un trasunto de Donald Rumsfeld, el impagable Robert Picardo le sirve a Dante una caricaturesca visión de Karl Rove).
El ejército de los muertos es una alegoría terroríficamente divertida, pero también valiente y reivindicativa: la escena en la que los ataúdes de los militares en el hangar rompe el tabú impuesto –edicto mediante– para mostrar a la población las consecuencias directas de la guerra. El propio Dante recalcaba que “todas las películas de terror son políticas” y esta se coloca bien a la izquierda.
2. “Huella” (“Imprint”, Takashi Miike, 2006)
Hete aquí el episodio de la controversia, aquel que hizo tintinear las canillas de los jerifaltes de Showtime, los mismos que dieron carta blanca a Dexter durante siete años sin demasiados miramientos. Lo del incansable y vehemente Takashi Miike, más que una primera toma de contacto con la industria norteamericana, era un puñetazo directo a las napias, de esos que aturden nuestros sentidos y ahogan nuestra respiración. Para entendernos, algo demasiado fuerte para verse en televisión estadounidense, por más que el cable otorgue manga ancha.
El cadavérico Billy Drago es un periodista yanqui en el Japón del siglo XIX, un hombre que explora cada burdel en busca de su amada, hasta descubrir que esta ha muerto en trágicas circunstancias. Lo conoce por boca de una prostituta de rostro deformado, que ejerce de narradora única de los hechos. Huella propone así una suerte de Rashomón repulsivo y embustero, con continuas reescrituras del relato interno, configurado como una sucesión en movimiento de los “grabados sangrientos” de Tsukioka Yoshitoshi. Miike se recrea en la tortura de Komomo, ese ser inocente y angelical al que idolatra el americano, un cuerpo bello y puro que sus iguales se esmeran en profanar hasta las últimas consecuencias. Una vez más, la destrucción del cuerpo como espectáculo social: las meretrices contemplan el sufrimiento y martirio de la muchacha, colgada y expuesta ante las demás.
La citada escena, extrema en crudeza, se alza como la más destacada de una galería de perversiones agolpadas en menos de una hora de duración (asociadas siempre a la esfera de lo familiar). Incesto, aborto, parricidio, abusos, malformaciones... se dan cita en Huella, cuyo título expone con meridiana claridad el propio poder evocador, experimental del filme. Una ficción de la crueldad cuyas imágenes aspiran a marcarse indelebles en el recuerdo, a estremecer aún cuando el episodio haya finalizado.
1. “El fin del mundo en 35mm.” (“Cigarette Burns”, John Carpenter, 2005)
Si en Malditos Bastardos (Inglourious Basterds, 2009) Quentin Tarantino abogaba por una lectura del cine como instrumento vengador, capaz de corregir el pasado mediante el poder inflamable del celuloide, en El fin del mundo en 35mm. John Carpenter plantea directamente la experiencia cinematográfica como una peligrosa arma sobrenatural, más allá de toda realidad conocida: un filme, el que nos destripa la reveladora traducción española del título, de naturaleza primigenia que enloquece a todo el que lo ve, que despierta los miedos más profundos escondidos en nuestro ser. Un filme que, de alguna manera, rompe el pacto no escrito con el espectador por el cual lo que vemos en una pantalla a oscuras desaparecerá cuando las luces se enciendan.
Norman Reedus se pone al servicio del excéntrico Udo Kier para buscar esa película maldita, La fin absolue du monde, por todo el globo. Movido a partes iguales por el horror y la curiosidad, como el geólogo William Dyer de En las montañas de la locura, se asoma al abismo en su expedición, aceptando sumirse en el mayor de los infiernos con su trabajo, viendo imágenes que ponen en jaque su cordura. El trastorno progresivo lo reflejan las “marcas de cigarrillo”, esos círculos que avisan del final de un rollo de cine y el inicio de uno nuevo en el que cualquier cosa puede acontecer.
El fin del mundo en 35mm no es solo la mejor entrega dispensada por Masters of Horror, sino que merece un lugar destacado en la obra de su director. Con ecos inequívocamente lovecraftianos y en línea con títulos propios como la nunca suficientemente ponderada En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1994), Carpenter nos sumerge gradualmente en esta espiral de locura, con una atmósfera cargada de malas vibraciones, metiendo miedo a un espectador que no puede más que dejarse llevar como el protagonista hasta el desenlace. Lo hace, además, con su sobriedad habitual, sin que eso le exima de cargar las tintas (rojas) de la violencia como pocas veces le habíamos visto. De cualquier modo, la imagen más poderosa, más aberrante, nos la ofrece nada más empezar: ese ángel al que cortaron las alas en el filme perdido, encerrado por el caprichoso millonario como un souvenir más, expuesta su eterna penitencia como una distracción más. Este personaje es la única evidencia palpable –más allá de algunos abstractos fogonazos– del contenido de La fin absolue du monde, pero es su mejor sinopsis. Una estampa con la que no necesitamos ver más... Aunque queramos (y no debamos) ver más.