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Nuevos filósofos, hoy

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Las rupturas abren los caminos. La resaca de la revuelta de 1968 en Francia, trajo consigo diversos asesinatos de padres y madres: el marxismo, el maoísmo, el existencialismo sartriano y el estructuralismo rampante, entre otras. Se salvó el feminismo revolucionario de Simone de Beauvoir que gracias a muchas mujeres esforzadas, ha llegado hasta nuestros días. La resaca se llamó “nuevos filósofos” y supuso el primer desparrame de la izquierda exquisita europea hacia el lamentable liberalismo laborista de Blair, Brow y el pseudoideólogo Giddens. Casi todo lo que iba a venir, me lo anticipó un manco reflexivo, sentados él, su novia Mercedes –mi enamorada entonces- y yo, en la entrada de un bar muy de la época, en Malgrat de Mar, el Tandem. Era un mes de julio de aquellos años (¿1977 o 78?) en los que todavía leíamos y llevábamos en el bolsillo El corto verano de la anarquía de Hans Magnus Enzesberger: “en el fondo” me dijo el manco “los nuevos filósofos son conservadores, no tan rancios como los de siempre pero limpiarán muchos valores de la derecha para que cierta izquierda acepte sus postulados.” Su clarividencia hablaba desde un postmarxismo casi situacionista; yo le escuchaba en el quicio del discurso libertario capaz de mezclar Nietzsche con Lacan, Deleuze, Kant y Guattari. Baudrillard estaba a la espera, y poco duró, y todavía Juan Cueto no había popularizado a Roland Barthes, aunque ya nos gustaba bastante. A pesar de todo, leí Los maestros pensadores de Glucksmann, y La barbarie con rostro humano, de Levy, los dos nuevos filósofos más destacados. A todo esto, Mercedes no me hizo caso hasta dos años después, cuando di mi primera clase de filosofía en bachillerato, a modo de prácticas, en el instituto Balmes de Barcelona, en un aula repleta de mujeres salvo el catedrático García Borrón. Los recuerdos no repercuten en nostalgia sino en horror, el de la constatación del pensamiento conservador en calles, plazas y medios de comunicación como discurso dominante. Menos mal que nos queda Portugal y que, de nuevo, se pueden cuestionar ligeramente los beneficios, excesivos, de las grandes empresas. Solo cuestionar, en un papel: que nadie se confunda y pretenda distribuir equitativamente la riqueza.

 

 

 

 

Las rupturas abren los caminos. La resaca de la revuelta de 1968 en Francia, trajo consigo diversos asesinatos de padres y madres: el marxismo, el maoísmo, el existencialismo sartriano y el estructuralismo rampante, entre otras. Se salvó el feminismo revolucionario de Simone de Beauvoir que gracias a muchas mujeres esforzadas, ha llegado hasta nuestros días. La resaca se llamó “nuevos filósofos” y supuso el primer desparrame de la izquierda exquisita europea hacia el lamentable liberalismo laborista de Blair, Brow y el pseudoideólogo Giddens. Casi todo lo que iba a venir, me lo anticipó un manco reflexivo, sentados él, su novia Mercedes –mi enamorada entonces- y yo, en la entrada de un bar muy de la época, en Malgrat de Mar, el Tandem. Era un mes de julio de aquellos años (¿1977 o 78?) en los que todavía leíamos y llevábamos en el bolsillo El corto verano de la anarquía de Hans Magnus Enzesberger: “en el fondo” me dijo el manco “los nuevos filósofos son conservadores, no tan rancios como los de siempre pero limpiarán muchos valores de la derecha para que cierta izquierda acepte sus postulados.” Su clarividencia hablaba desde un postmarxismo casi situacionista; yo le escuchaba en el quicio del discurso libertario capaz de mezclar Nietzsche con Lacan, Deleuze, Kant y Guattari. Baudrillard estaba a la espera, y poco duró, y todavía Juan Cueto no había popularizado a Roland Barthes, aunque ya nos gustaba bastante. A pesar de todo, leí Los maestros pensadores de Glucksmann, y La barbarie con rostro humano, de Levy, los dos nuevos filósofos más destacados. A todo esto, Mercedes no me hizo caso hasta dos años después, cuando di mi primera clase de filosofía en bachillerato, a modo de prácticas, en el instituto Balmes de Barcelona, en un aula repleta de mujeres salvo el catedrático García Borrón. Los recuerdos no repercuten en nostalgia sino en horror, el de la constatación del pensamiento conservador en calles, plazas y medios de comunicación como discurso dominante. Menos mal que nos queda Portugal y que, de nuevo, se pueden cuestionar ligeramente los beneficios, excesivos, de las grandes empresas. Solo cuestionar, en un papel: que nadie se confunda y pretenda distribuir equitativamente la riqueza.