'El juego del calamar' pone a prueba la ética humana en su última temporada, que se reserva su final en Netflix

Cartel de 'El juego del Calamar' T2

Silvia García Herráez

Netflix sabe el producto tan valioso que tiene en sus manos, y ha vuelto a jugar sus cartas con astucia. Y es que en lugar de ofrecer a la prensa -como viene siendo habitual- todos los capítulos de la temporada, con la tercera y última parte de El juego del calamar ha optado por una jugada arriesgada pero efectiva para ellos: reservarse deliberadamente el final, dejando a los periodistas sin acceso al desenlace. Un movimiento inusual en la era del contenido inmediato, que responde menos a una estrategia narrativa y más a un intento férreo por controlar la conversación global y evitar filtraciones antes del estreno.

El epicentro de este misterio, una vez más, es Seong Gi-hun, el icónico jugador 456. Su destino, después de dos temporadas de evolución moral, giros éticos y una creciente sed de justicia, se mantiene cuidadosamente en la sombra. ¿Redención? ¿Venganza? ¿Muerte? Nada se sabe. Y Netflix quiere que nadie lo sepa… hasta que el público lo vea en simultáneo este mismo viernes 27 de junio, que es cuando se estrena la temporada íntegra.

Esta decisión ha generado tanto expectación como desconcierto. Para la prensa especializada, acostumbrada a recibir screeners anticipados, puede tratarse incluso de un bloqueo informativo que dificulta la crítica previa y desarma cualquier intento de análisis profundo antes del estreno. Pero para Netflix, el objetivo es claro: que todos, desde el fan más casual hasta el periodista más informado, lleguen a ese final al mismo tiempo, sin spoilers ni privilegios.

Cabe destacar, además, que esta última entrega llega apenas seis meses después del estreno de la segunda, un intervalo inusualmente breve que no es casual. Y es que ambas temporadas se grabaron de forma consecutiva, ya que su creador, Hwang Dong-hyuk, las concibió originalmente como un solo bloque narrativo. Esta decisión logística responde no tanto a una necesidad creativa como a una estrategia de producción pensada para capitalizar el furor de una franquicia.

De esta manera la tercera entrega, que se compone de seis capítulos, retoma la historia tras los acontecimientos sucedidos al final de la segunda temporada, donde la revuelta que organiza Gi-hun y unos cuantos más sublevados contra los organizadores resulta fallida. El jugador 456 regresa a la sala con el resto de los jugadores dentro de uno de los ataúdes clásicos para los eliminados. La única diferencia es que él sigue vivo. Destrozado por la muerte de su amigo Jung-bae, el jugador 390, y enfurecido por la traición de El Líder, el jugador 001, Gi-hun está decidido a terminar los juegos de una vez por todas. “¿Será capaz Gi-hun de tomar las decisiones correctas o acabará doblegándose ante la oscuridad del Líder?”.

Cuando la infancia se convierte en pesadilla moral y mortal

Al igual que sus temporadas predecesoras, esta continúa con su fórmula más inquietante y eficaz: juegos infantiles convertidos en rituales macabros de supervivencia. Lo que una vez fue inocencia, diversión y recuerdo entrañable para los cientos de jugadores que entraron en el juego, perdido en una aislada isla de Corea, aquí se transforma en un mecanismo cruel que les obliga a enfrentarse no solo entre sí, sino contra sus propios principios morales.

Cada juego, inspirado en pasatiempos a los que todos jugamos de niños, se convierte en un espejo distorsionado de una sociedad que castiga la vulnerabilidad y premia la traición. La mecánica es conocida: perder significa morir. Aunque lo que más destaca en esta temporada no es la brutalidad de la sangre, sino las decisiones que deben tomarse. ¿Hasta qué punto un ser humano puede justificar el abandono de su ética para sobrevivir?, o ¿hasta qué punto un ser humano abandona su ética por dinero? Y es que el codiciado premio es nada más y nada menos que unos 45.600 millones de wones, que se traducen en algo más de 33 millones de euros.

Los jugadores que quedan van a tener que hacer frente a tres últimos desafíos. Sin hacer mucho spoiler ni dar muchos detalles de ellos, el primero divide a los supervivientes en dos equipos -azules y rojos- para jugar a una especie de escondite. A través de un laberinto de callejones estrechos y lleno de puertas, los unos tendrán que escapar de los otros si quieren pasar al siguiente reto, que consiste en pasar de un lado a otro saltando a la comba.

Imagen episódica de un desafío de 'El juego del calamar 3'

Otro factor importante es que para uno de los juegos, junto a la mítica muñeca gigante Yun-hee aparece su compañero Chul-su. En Corea, la relación entre ambos personajes es significativa. En los materiales educativos, Chul-su era presentado como el mejor amigo de Yun-hee, aunque con una tendencia a generar conflictos. Así pues, esta dinámica se ha trasladado a la serie de una manera siniestra, siendo este desafío, en palabras de su creador, el “más emocionante de la temporada”.

Visualmente impactante y narrativamente afilada, esta tercera parte reafirma que la gran fuerza de El juego del calamar no está solo en su violencia explícita, sino en su capacidad para incomodar desde lo simbólico. Al recuperar los juegos de la infancia y convertirlos en trampas mortales, nos recuerda que, a veces, lo verdaderamente aterrador no es el juego, sino las decisiones que estamos dispuestos a tomar para seguir vivos.

¿Hay hueco para la confianza, o la codicia lo puede todo?

Esta temporada no solo profundiza en su brutal espectáculo de supervivencia, sino que da un giro más oscuro aún: plantea si, en un mundo donde todo tiene precio, todavía hay lugar para la confianza humana. A diferencia de entregas anteriores, esta temporada deja claro desde el primer episodio que las alianzas ya no son estratégicas, sino momentáneas, frágiles y casi siempre traicioneras.

Los jugadores, cada vez más conscientes del juego del que forman parte, no dudan en asesinar sin remordimiento con tal de acercarse al botín final. El dilema moral ha dejado de ser individual, ahora es sistémico. En este escenario, la humanidad parece una carga más que una virtud, y la compasión un lujo que nadie puede permitirse.

La pregunta clave, planteada por El Líder (Lee Byung-hun) al protagonista, Seong Gi-hun (Lee Jung-jae) en un momento dado de los episodios, retumba como el verdadero corazón de la ficción: “¿Aún confías en la gente?”. No es solo un cuestionamiento al personaje, sino una provocación directa al espectador. ¿Qué haríamos nosotros en su lugar? ¿Hasta dónde se puede sostener la integridad en un sistema que la castiga?

Gi-hun, empujado hasta el borde de una decisión imposible, encarna esa tensión. Ya no es el ingenuo de la primera temporada, pero tampoco es un villano. Es, simplemente, un ser humano atrapado en un juego que se alimenta del colapso moral de los jugadores. La tercera parte, más que avanzar en la trama, profundiza en la desesperanza. Y en ese pozo oscuro, la confianza no es una estrategia sino una apuesta suicida.

Gi hun en 'El juego del calamar 3'

En medio de todo este conflicto ético es donde sale a relucir el duelo interpretativo entre Lee Jung-jae y Lee Byung-hun, es decir, entre el jugador 456 y El Líder. Ambos actores sostienen el núcleo emocional y moral de la serie, ofreciendo una confrontación que trasciende lo meramente actoral para convertirse en una pugna simbólica entre redención y cinismo, entre la conciencia herida y el poder impune.

Lee Jung-jae brinda una interpretación matizada y contenida del personaje de Gi-hun, quien atraviesa un complejo proceso de transformación. Con gestos mínimos pero cargados de peso emocional, el actor encarna el dolor de quien ha sobrevivido demasiado: la culpa por los que no pudo salvar, el duelo por un amigo perdido, la angustia moral de seguir adelante en un mundo que ya no comprende y el ansia de venganza por acabar con el juego y sus creadores. Esa evolución interior culmina en una decisión silenciosa pero cargada de resonancia ética, tomada en el corazón mismo de la maquinaria del juego.

En contraste, Lee Byung-hun representa al antagonista no solo en el plano narrativo, sino ideológico. Su actuación, fría y calculada, sugiere una figura que ya ha hecho las paces con la deshumanización del sistema, encarnando a un hombre que ha transformado el control y la crueldad en un hábito sin fisuras morales. La tensión entre ambos no se resuelve en una explosión dramática, sino en la mirada sostenida de dos hombres que representan extremos irreconciliables de la experiencia humana.

Así, más que una simple confrontación entre personajes, este duelo actoral funciona como un espejo incómodo. La ficción, más allá de su estética impecable y su tensión sostenida, nos enfrenta a una verdad brutal. Tal vez no haga falta un juego mortal para revelar quiénes somos realmente. Solo basta una promesa millonaria… y el permiso para romper las reglas.

Imagen episódica de El Líder en 'El juego del calamar 3'

El regreso de los VIPS, la cara dorada de la decadencia

Volvemos a la época de los romanos, con su Coliseo y el privilegio de los nobles. Detrás del horror, el sufrimiento y la muerte, siempre hay un espectáculo cuidadosamente diseñado para entretener a los poderosos. En esta nueva tanda de episodios regresan los VIPS, esa élite adinerada que observa el torneo desde la comodidad de su perversión, ocultos tras máscaras doradas de animales, símbolo claro de una decadencia que ya ni se molesta en disimular su naturaleza depredadora.

Estas figuras grotescas, que en entregas anteriores parecían casi caricaturas, en esta temporada cobran una dimensión más siniestra. Se presentan no solo como observadores, sino como titiriteros invisibles que apuestan, manipulan y disfrutan del sufrimiento ajeno con una indiferencia casi clínica. Desde una sala bañada en luces de neón -una jaula de lujo, más que un refugio- apuestan por la vida y la muerte como si se tratara de una carrera de caballos, o como gladiadores en un nuevo Coliseo romano. No ven personas, ven números. No escuchan gritos, oyen entretenimiento.

Imagen episódica de los VIPS 'El juego del calamar 3'

La serie utiliza a los VIPS para reforzar su crítica al capitalismo extremo, a la deshumanización y al consumo del dolor como forma de espectáculo. El contraste entre la crudeza de los juegos y el lujo obsceno de estos personajes es más potente que nunca. Son el reflejo más brutal de un sistema donde los que más tienen se permiten jugar con los que menos pueden.

A nivel visual, sus máscaras animales doradas funcionan como alegoría perfecta: son bestias disfrazadas de civilización. Ocultan sus rostros, no por vergüenza, sino por desprecio. No necesitan identidad porque su poder es anónimo, pero absoluto.

En definitiva, y a falta de ver su último episodio, esta tercera y última temporada de El juego del calamar es, hasta ahora, la más intensa en términos de drama, la más incisiva en su crítica social y, sin duda, la más incómoda en lo ético. Los juegos, cada vez más retorcidos, no solo rozan lo inmoral: lo atraviesan sin pedir disculpas, obligando a los personajes, y al espectador, a enfrentarse con lo peor del ser humano.

Más allá del espectáculo visual, esta temporada se atreve a poner el dedo en la llaga de un sistema podrido, donde la vida es mercancía y la empatía, una desventaja. Una entrega que no se limita a entretener, sino que golpea. Y lo hace con fuerza.

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