'Olympo', la nueva serie de Netflix que recoge el testigo de 'Élite' para exponer los límites y la ética del deporte
Olympo llega este viernes 20 de junio con la ambición de convertirse en el fenómeno adolescente de este verano, y no le faltan argumentos para intentarlo. Netflix está listo para caldear el ambiente veraniego entre los jóvenes (y no tanto) con su próxima gran apuesta española. Esta serie juvenil promete rivalidad, pasión y se sumerge en el vertiginoso mundo del deporte de élite.
Esta producción de ocho capítulos, que guarda paralelismos con la exitosa Élite, es un drama juvenil que se adentra en las aventuras deportivas, sentimentales y vitales de un grupo de jóvenes deportistas que tendrán que poner a prueba hasta dónde están dispuestos a llegar para conseguir sus metas. La serie ha sido creada por Jan Matheu, Laia Foguet e Ibai Abad, está producida por Zeta Studios y tiene como directores a Marçal Forès, Daniel Barone, Ibai Abad y Ana Vázquez.
Protagonizada por de Clara Galle (Ni una más), Nira Osahia, Agustín Della Corte (La sociedad de la nieve), Nuno Gallego (Élite) y María Romanillos (Paraíso), Olympo nos traslada al corazón del Centro de Alto Rendimiento (CAR) de los Pirineos, un entorno tan exigente como competitivo donde se forjan futuros campeones... y donde también se ponen a prueba los límites de la ética. '¿Hasta dónde llega la ambición por alcanzar la cima del deporte?'. Unidos por un mismo objetivo -lograr uno de los codiciados patrocinios Olympo-, los atletas se enfrentan no solo a sus propios límites físicos y emocionales, sino también a una carrera silenciosa por conseguir lo que todo deportista anhela: financiación para llegar a los Juegos Olímpicos y, sobre todo, visibilidad en un mundo donde el éxito depende tanto del rendimiento como del escaparate.
La historia arranca con la llegada de Zoe Moral (Osahia), una joven promesa que accede al centro gracias a una beca deportiva con la esperanza de convertirse en atleta de élite. Sin embargo, pronto descubrirá que el precio de la excelencia puede ser más alto de lo esperado. Entre rutinas de entrenamiento extremo y la presión por destacar, Zoe se cruza con un grupo diverso de jóvenes deportistas entre los que está Amaia (Galle), la carismática capitana del equipo de natación sincronizada.
Es entonces cuando todo da un giro por un grave accidente que deja a su compañera Nuria (Romanillos) al borde de la muerte. Amaia empieza a sospechar que el dopaje podría ser una práctica encubierta y habitual dentro del centro y se obsesionará hasta saber qué es lo que está pasando en el CAR. Martí Cordero, Juan Perales, Andy Duato y Najwa Khliwa son el resto de nombres que completanel elenco de la ficción.
¿Es el nuevo 'Élite'?
En un panorama televisivo sobresaturado de dramas adolescentes que buscan capturar la esencia de una generación marcada por la inmediatez, la presión y la apariencia, Olympo emerge como una propuesta ambiciosa que, sin esconderlo demasiado, toma elementos prestados de Élite, esa ya emblemática serie española que convirtió los pasillos de Las Encinas en un símbolo de excesos, secretos y traiciones. La comparación no es gratuita ni caprichosa. Esta nueva ficción, aunque en otro contexto, reproduce con fidelidad quirúrgica muchas de las fórmulas que convirtieron a la creación de Carlos Montero en un fenómeno, pero lo hace trasponiéndolas a un escenario aún más exigente y paradójicamente más frágil: el de los jóvenes deportistas de alto rendimiento.
Ambas series se alimentan del morbo social hacia los mundos cerrados y aparentemente inalcanzables: en Élite eran los hijos de millonarios en una escuela privada; en Olympo, los adolescentes seleccionados para representar a su país (o sus marcas) en disciplinas deportivas donde la excelencia no solo es esperada, sino impuesta como única vía de supervivencia. El resultado en ambos casos es un microcosmos en el que las emociones se vuelven extremas, las lealtades se tornan líquidas y la identidad, ese núcleo tan frágil en la juventud, se ve asediada por los intereses de los adultos, las instituciones y la propia competencia interna.
Si bien la ficción se presenta con una estética más sobria y atlética -cámaras que recorren gimnasios, pistas de atletismo o piscinas en lugar de discotecas y salones de clase de diseño-, el subtexto emocional es el mismo: jóvenes que cargan con el peso de expectativas desmedidas, que deben ocultar sus debilidades tras una fachada de perfección, y que encuentran en el sexo, las drogas (en este caso el dopaje) y los secretos compartidos la única válvula de escape frente a un sistema que los explota en nombre del éxito.
Netflix ha sabido capitalizar el atractivo de Olympo desde el primer minuto, impulsando una campaña de márketing que juega con la sugestión y el exceso. Los vídeos promocionales insinúan que en los pasillos del centro de alto rendimiento deportivo ocurren más orgías que entrenamientos, presentando la serie como un cóctel de sexo, tensión y adrenalina juvenil.
Sin embargo, al sumergirse en los episodios, la promesa se diluye. La carga erótica, que en el tráiler parece ser el eje central, se reduce a escenas puntuales y una estética sugerente más que explícita. El resultado es una narrativa que, lejos de cumplir con las expectativas que la promoción alimentó, opta por quedarse a medio camino entre el drama adolescente y el thriller competitivo.
Con todo esto... ¿podríamos asegurar que Olympo el nuevo Élite? Ciertamente no. No podemos quedarnos con la cubierta sin ver el interior, y el interior de esta ficción es mucho más que adolescentes teniendo cuatro escenas de sexo. Es más, si queremos jugar al juego de las comparaciones, podríamos decir que si mezclamos el sexo de Élite y el thriller y el misterio de El internado en la batidora de la ficción adolescente, nos quedaría una Olympo que, al igual que los 'atletas' que la componen, tiene todos los ingredientes para triunfar.
La homosexualidad en el deporte: de lo tabú a lo crítico
Bajo esa superficie dorada, lo que encontramos no es una serie más sobre ambición, triunfo o sacrificio, que también, sino además una apuesta fuerte y sin tapujos por parte de sus creadores para hablar de temas que ni siquiera la sociedad hoy en día está dispuesta asumir o preparada para hablar de ello, por muy en el siglo XXI que nos encontremos. Y con esto me refiero a las complejidades de la identidad sexual en un entorno tan hostil como lo es, aún hoy, el deporte profesional. Especialmente si hablamos de hombres.
La homosexualidad en el deporte continúa siendo un tabú. A pesar de ciertos avances en el discurso público, la realidad es que pocos atletas de alto nivel se atreven a vivir abiertamente su orientación sexual. En este sentido, Olympo no solo visibiliza esta realidad silenciada, sino que la sitúa en el centro del relato. Lejos de optar por la representación superficial o el tokenismo, la serie construye personajes complejos, tridimensionales, atravesados por el miedo, la culpa, la autoexigencia y también el deseo de autenticidad. Lo que en manos menos hábiles podría haber terminado en una fábula simplista sobre la autoaceptación, aquí se convierte en un viaje emocionalmente cargado donde el conflicto interno de los protagonistas refleja un sistema estructuralmente violento.
Uno de los grandes aciertos de Olympo es su capacidad para representar las contradicciones del mundo deportivo sin caer en caricaturas. El vestuario, los entrenadores, los medios... son retratados como agentes de una cultura que todavía premia la virilidad normativa y castiga cualquier desviación del modelo hegemónico. Esta representación no solo es dolorosamente realista, sino que pone al espectador frente a su propia incomodidad. ¿Por qué todavía nos sorprende -o incluso incomoda- ver un beso entre dos hombres en el vestuario? ¿Qué miedos nos revela esa incomodidad?
En el corazón de esta narrativa se encuentra Roque (Agustín Della Corte), un personaje tan valiente como realista que desafía con su mera existencia los códigos no escritos del vestuario. Su salida del armario no se presenta como una escena heroica o un momento sentimental al uso; al contrario, está cargada de tensión, incomodidad, resistencia y, sobre todo, verdad. Roque no tiene miedo de decir que es homosexual, incluso cuando sabe que todo el vestuario está en su contra. Y eso, en sí mismo, representa una forma de rebeldía que va más allá de cualquier jugada magistral en el campo.
Sus compañeros, lejos de ser simples antagonistas, son retratados también con capas de ambigüedad. El rechazo que manifiestan no es gratuito: nace del miedo, de la ignorancia, de las estructuras sociales que los han educado en una masculinidad frágil.
Además, la serie se toma su tiempo para construir el mundo emocional de sus protagonistas. Las escenas íntimas no están puestas al servicio del morbo ni del espectáculo. Hay una belleza particular en cómo Olympo filma el cuerpo masculino: no como objeto de deseo heteronormativo, sino como campo de batalla donde se juega la tensión entre lo público y lo privado, entre lo que se espera de un deportista y lo que realmente siente.
Hasta dónde estás dispuesto a llegar para conseguir lo que quieres
Aquellas personas que, como yo, se han dedicado alguna vez o se dedican al deporte -más si cabe si es de élite- sabe que la única fórmula para llegar a lo más alto es el trabajo, la perseverancia, el entreno y el esfuerzo. Y sí, es muy duro tanto a nivel físico como mental, tanto si compites en un equipo o de manera individual, pero todo lo que se aleje de esos parámetros está lejos de ser algo justo y limpio.
En este sentido, la serie se atreve, sin rodeos, a hablar del dopaje: ese secreto a voces que recorre las pistas, los laboratorios y los vestuarios del deporte profesional. Pero lo hace sin caer en el sensacionalismo ni en la moralina fácil. Olympo no demoniza al atleta que cede a la tentación química, sino que expone el sistema que lo empuja al límite. Muestra con claridad el contexto donde la pureza del deporte choca con la crudeza del negocio: carreras que se juegan en milésimas de segundo, cuerpos llevados más allá de sus posibilidades, entrenadores que son a la vez mentores y verdugos, y una industria que exige resultados inmediatos mientras mira hacia otro lado.
La crítica que propone es profundamente estructural. No se limita a señalar casos individuales de dopaje, sino que construye una narrativa donde esa decisión -doparse o no doparse- aparece como una bifurcación trágica en el camino de muchos deportistas: entre la integridad personal y la supervivencia profesional. Es una exploración lúcida de cómo el ideal olímpico, basado en el mérito y el esfuerzo, se ha ido erosionando bajo el peso de un sistema que premia el rendimiento por encima de todo.
“Querer no es poder. El esfuerzo no es lo que te hace ganar, sino hasta dónde estás dispuesta a llegar”, le llega a decir en un momento de la ficción Nuria (María Romanillos) a Amaia (Clara Galle), en un intento de hacerle ver que todo el trabajo que ha hecho a lo largo de los años y las exigencias de su madre olímpica (Marta Larralde) no sirven de nada.
La serie es especialmente efectiva al mostrar el desgaste psicológico que implica competir en un sistema que te exige ser siempre el mejor y que, al mismo tiempo, te recuerda que eres reemplazable. Porque quien haya sido deportista sabe que no basta con el talento, hacen falta años de práctica, horas infinitas de entrenamiento, sacrificios familiares, renuncias sociales. Y aun así, muchas veces, eso no es suficiente. El sistema es despiadado con los que se quedan a medio camino.
Pero quizás uno de los temas más reveladores que Olympo pone sobre la mesa es el de los patrocinios. Ese otro doping silencioso que muchas veces determina quién puede soñar con la gloria y quién queda en la sombra. La serie revela, con inteligencia, cómo las marcas condicionan la narrativa del éxito deportivo: qué cuerpos se muestran, qué historias se cuentan, qué nombres se repiten en los medios y cuáles quedan silenciados. El patrocinio no solo paga el equipo o los desplazamientos; construye identidades, orienta decisiones, y a menudo impone una lógica de espectáculo que poco tiene que ver con el deporte como disciplina.
En definitiva, Olympo no va a ser la serie del año, y sus creadores lo saben. No han reinventado la luz con su guion ni pretenden hacerlo. Es decir, no es revolucionaria, pero sí efectiva. Tiene los ingredientes adecuados para enganchar al público adolescente (y no tanto, como yo) -drama, thriller, misterio, deporte, rivalidades y aspiraciones- y un envoltorio visualmente atractivo. Tiene todo lo necesario para convertirse en uno de los títulos más comentados del verano. Habrá que ver si logra mantenerse más allá del primer golpe de efecto. Y si lo hace, mando una carta abierta a sus creadores postulándome para la segunda temporada en cualquiera de estos deportes: hockey hierba, fútbol, tenis, escalada o natación.