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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

Estaría bien

La historia está cansada de demostrar que el ser humano difícilmente aprende de sus errores pasados, aunque siempre hay excepciones que nos ayudan a seguir creyendo en lo imposible.

Además, muchas de esas peticiones están formuladas por quienes nos mal gobiernan y/ o administran, con lo que su credibilidad es escasa, por no decir nula.

No niego que queda muy bonito pedir el final de las contiendas que asolan el mundo, o que se acabe con el hambre y las pandemias que persiguen a los países más desfavorecidos, pero me da mucho reparo pensar en esos que piden esto con la barriga bien llena y el bolsillo igual de repleto.

Sin embargo, siempre hay materialistas -caso de la O.P.E.P, por poner un ejemplo- que no dudan en proclamar que, si el barril de petróleo no sube de precio, ellos impondrán una drástica reducción de su producción con lo que lograrían dicha subida. Está claro que para un contable lo que importa es la cuenta de resultados y no la paz, ni la estabilidad mundial.

De todas formas, la idea que motiva esta columna no es la de resaltar obviedades, sino de proponer algunas soluciones alternativas para lograr que el espíritu de la navidad logre ganar alguna partida en medio del mundo materialista en el que vivimos.

Pongamos unos ejemplos prácticos. En principio, y tal y como está el patio, los ciudadanos de nuestros país no han dudado en afirmar que los excesos de comida y bebida que se perpetran por estas fechas del año deberán moderarse. Ello no ha impedido que muchos artículos que suelen ser habituales en las mesas españolas hayan visto incrementado su precio en un 20,30 y hasta en un 40%. Veremos si los venden, eso es otra cuestión.

Yo voy al hecho de que estaría bien que, por una vez, se planificaran las comidas y cenas, en base a las personas que acuden a dichos eventos. Me temo que no soy el único que ha acabado cansado con frases del estilo de “Ponme poquito” o “No, de eso no, que por la noche me repite mucho” sólo por citar dos ejemplos de una larga variación de disculpas para que, al final, más de la mitad de la comida se quede en la mesa. No pretendo que en las casas se ponga un menú de dos platos, pan, postre y agua, pero estaría muy bien que se pensara antes en las personas que en la presentación.

Se trata de comida, no de sellos, monedas o lienzos de pintores famosos, y si no se come, puede ?y lo hace en muchas ocasiones- que acabe en la basura.

Tampoco estaría mal que, al terminar, no siempre se levantaran los mismos a recoger la mesa. Por una vez, aquellos que no suelen ayudar en las tareas domésticas deberían dar ejemplo al resto de las personas de su familia. Claro que para ello se tendría que dejar de lado frases como “Como eres el mayor, no tienes que molestarte”, “Ya están tu madre y tus hermanas para hacerlo”, “No te preocupes, para unos días que estás en casa, no es una molestia”?

Todo suena muy bien, pero al final siempre acaban siendo los “de siempre” los que trabajan y después están los que no hacen nada.

El problema es que, antes, habría que terminar con la ciudadanía “de segunda” que impera en muchas familias, razón por la cual unos están exentos de hacer unas cosas, que el resto si tiene y debe hacer. Dicho estatus, lejos de aportar nada bueno, agranda las diferencias entre las personas y acaba por destruir cualquier atisbo de convivencia.

Si por una vez, se dejaran a un lado costumbres como calificar a las personas por su sexo ?y lo que ello acarrea- o por su edad, y se tratara de convivir con ellas, sin mayores complicaciones, es probable que, tras estas fiestas, las familias estuvieran más unidas, en vez de peleados por un “quítate tú para ponerme yo”.

Ocurre lo mismo con los regalos. Se supone que la idea es buscar aquello que le gusta a la persona a la que va dirigido el presente, no lo que te gusta a ti. Lo contrario es una pérdida de tiempo y un gasto inútil de dinero. ¿Que no siempre se acierta? Eso es cierto. Otra cosa es no ser capaz de ponerse en los gustos de la otra persona y querer, por definición, enseñarle que sus gustos no son los correctos comprándole algo que, a buen seguro, ni le gustará, ni es lo que quería. Para eso, mejor no comprar nada.

Y con esto llego al último punto de esta columna; es decir a la dicotomía entre tener ilusión y no. La ilusión es algo que se tiene o que no se tiene, dependiendo de las circunstancias de cada una de las personas. No se trata de forzarla, ni mucho menos, pero tampoco estaría mal que las personas que no la tienen dejaran de pasarse el día queriendo acabar con la ilusión de los demás. Nadie debería obligar a nadie a hacer regalos, salir a comer o a cenar, ni nada por el estilo. Hay compromisos para los que es difícil excusarse, pero, por lo general, siempre hay soluciones honrosas para no acudir a un determinado evento.

Lo que no es de recibo es estar todo el día como Don Quintín “el amargado” con cara larga, malos modos, y soltando improperios en contra de las fiestas.

Es igual que la costumbre de basar las navidades en recordar a las personas fallecidas, en vez de querer disfrutarlas con los vivos. Todos tenemos pérdidas en nuestras familias, pero subyugar las fiestas a su recuerdo no me parece la mejor solución ?sobre todo cuando a muchas de esas personas les encantaba la Navidad-.

Estaría muy bien que lo importante durante estos días fueran las personas y no el papel que desempeñan en su familia, su estatus o cualquier otra zarandaja de ese estilo. Hay que vivir el presente, sin olvidar el pasado, y teniendo muy presente lo que nos deparará el mañana. Hasta ahí, de acuerdo. Lo que no me parece nada bien es no ser capaces de, por unos días, ser un poco más conscientes de aquellos que nos rodean y respetarlos tal y como son, en vez de cómo nos gustaría que fueran.

Sé que no tiene el mismo impacto solicitar estas cosas en un mundo tan convulso como el que nos ha tocado vivir, pero si nos olvidamos de las personas, todo lo demás carece de verdadero interés y ya es hora de reivindicar al ser humano, en medio de tanta globalidad, crisis y demás palabros altisonantes y machacados por los medios. Al final, somos lo que somos, aunque los demás se empeñen en demostrarnos lo contrario y nunca es tarde para darse cuenta de ello.

Eduardo Serradilla Sanchis

La historia está cansada de demostrar que el ser humano difícilmente aprende de sus errores pasados, aunque siempre hay excepciones que nos ayudan a seguir creyendo en lo imposible.

Además, muchas de esas peticiones están formuladas por quienes nos mal gobiernan y/ o administran, con lo que su credibilidad es escasa, por no decir nula.