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La casta de los optimates

Israel Campos

Las Palmas de Gran Canaria —

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Si en alguna ocasión quisiéramos remontarnos a los orígenes históricos y políticos del tan manido bipartidismo, parece evidente que no nos quedaría más remedio que remontarnos a los últimos siglos de la república romana, cuando aquel experimento controlado por la élite patricia ya estaba abocado a su fin, tras la victoria de Octavio sobre Marco Antonio. Aunque la traslación del término “partido político” a la realidad romana corre el riesgo de hacernos caer en anacronismos y analogías algo atrevidas, la realidad es que el panorama político del último siglo y medio de Roma antes de la implantación del Imperio estaba polarizado por dos formas de entender el ejercicio del gobierno y en torno a estas “sensibilidades” se iban situando las élites dirigentes primero, y posteriormente el resto de la población. El conocimiento interno de este enfrentamiento se lo debemos de manera directa al interés que tuvo el famoso orador y político Marco Tulio Cicerón de describir cuál era su posición y cómo de malos eran sus opositores. Las obras de Cicerón han pasado a la posteridad como ejemplo máximo de la oratoria romana y en muchos casos su pervivencia se ha debido a que fueron tomadas por los romanos como textos de estudio para formar a nuevas generaciones. Sin embargo, Cicerón no solo juntaba palabras, sino que también transmitía a través de sus escritos su propia ideología. El Corpus Ciceronianum está compuesto por diversidad de obras, pero en ellas destacan los discursos que pronunció en los tribunales en su conocida actividad como abogado. Es en estos textos donde Cicerón aprovecha, como forma de argumentar sus defensas y sus acusaciones, su pensamiento político, y gracias a ello nos ha llegado una radiografía de las convulsiones políticas de su época. Suele ser más conocido su papel en la represión del intento de golpe de estado de Catilina (recogido en sus famosas Catilinarias), pero son otras obras menores como el Discurso en defensa de P. Sestio (Pro Sestio) donde podemos aterrizar en el tema que les estoy presentando. P. Sestio era un político amigo de Cicerón que había sido acusado “injustamente” por fraude electoral. La defensa que planteó nuestro Marco Tulio consistió en recordar al tribunal cómo Cicerón había sido también acusado anteriormente injustamente como resultado del uso interesado de los tribunales para lograr su exilio y su abandono de la política. Pero al entrar en materia, Cicerón se centra en describir cuál es el clima que ha llevado a que la República esté a punto de ser aniquilada. El resumen de Cicerón lleva a presentar el origen de todos los males de Roma en que “existen dos clases de hombres entre quienes aspiraron a ocuparse de la política y a actuar en ella de manera distinguida; de éstos, unos pretendieron ser y que se les considerara populares, los otros optimates”. No debemos confundirnos con los términos. Para Cicerón, los populares son aquellos que usan la demagogia y que todo lo que aspiran es a apoderarse del poder con el apoyo de las asambleas populares, para una vez allí, comenzar a hacer una política contraria a las tradiciones, con una reforma agraria como principal proyecto y favoreciendo las expropiaciones de tierras ocupadas por la aristocracia (no me lo invento, es lo que dice Cicerón). Mientras que los optimates (los excelentes), son aquellos que solo quieren que prevalezca el orden y que están satisfechos con que las cosas sigan como siempre. Aunque Cicerón es mucho más explícito con su descripción: “todos los que no son criminales, ni malvados por naturaleza, ni desenfrenados ni están acuciados por dificultades domésticas”.

El clima político de la Roma de los últimos años de la República estuvo marcado por la polarización y el enfrentamiento radical entre estas dos posturas irreconciliables. Los episodios más violentos que conocemos de esta época están marcados, casualmente por la forma en que los optimates frenaron cualquier proyecto reformista. Los hermanos Graco acabaron con sus cuerpos en el Tíber, y las guerras civiles entre Sila y Mario o Pompeyo y Cesar tenían de fondo (además de los egos personales) estas dos maneras de entender el gobierno de la república. El miedo al cambio y la cerrazón a cualquier tipo de opción política diferente se concretó a través del pensamiento de Cicerón en la demonización del oponente político. El orgullo de la pertenencia a la “natio optimatium” (la casta de los optimates) como dice Cicerón en su obra, llevó a que las vías de convivencia y entendimiento político cada vez fueran más complicadas dentro de las paredes del Senado de Roma. Ese bloqueo a cualquier tipo de cambio y de adaptación a las nuevas demandas de la población de Roma a finales del siglo I a.C. acabaron desembocando en varias guerras civiles que terminaron definitivamente con la República. A lo mejor, deberíamos seguir mirando a nuestra historia, para tratar de no repetir los mismos errores.

Si en alguna ocasión quisiéramos remontarnos a los orígenes históricos y políticos del tan manido bipartidismo, parece evidente que no nos quedaría más remedio que remontarnos a los últimos siglos de la república romana, cuando aquel experimento controlado por la élite patricia ya estaba abocado a su fin, tras la victoria de Octavio sobre Marco Antonio. Aunque la traslación del término “partido político” a la realidad romana corre el riesgo de hacernos caer en anacronismos y analogías algo atrevidas, la realidad es que el panorama político del último siglo y medio de Roma antes de la implantación del Imperio estaba polarizado por dos formas de entender el ejercicio del gobierno y en torno a estas “sensibilidades” se iban situando las élites dirigentes primero, y posteriormente el resto de la población. El conocimiento interno de este enfrentamiento se lo debemos de manera directa al interés que tuvo el famoso orador y político Marco Tulio Cicerón de describir cuál era su posición y cómo de malos eran sus opositores. Las obras de Cicerón han pasado a la posteridad como ejemplo máximo de la oratoria romana y en muchos casos su pervivencia se ha debido a que fueron tomadas por los romanos como textos de estudio para formar a nuevas generaciones. Sin embargo, Cicerón no solo juntaba palabras, sino que también transmitía a través de sus escritos su propia ideología. El Corpus Ciceronianum está compuesto por diversidad de obras, pero en ellas destacan los discursos que pronunció en los tribunales en su conocida actividad como abogado. Es en estos textos donde Cicerón aprovecha, como forma de argumentar sus defensas y sus acusaciones, su pensamiento político, y gracias a ello nos ha llegado una radiografía de las convulsiones políticas de su época. Suele ser más conocido su papel en la represión del intento de golpe de estado de Catilina (recogido en sus famosas Catilinarias), pero son otras obras menores como el Discurso en defensa de P. Sestio (Pro Sestio) donde podemos aterrizar en el tema que les estoy presentando. P. Sestio era un político amigo de Cicerón que había sido acusado “injustamente” por fraude electoral. La defensa que planteó nuestro Marco Tulio consistió en recordar al tribunal cómo Cicerón había sido también acusado anteriormente injustamente como resultado del uso interesado de los tribunales para lograr su exilio y su abandono de la política. Pero al entrar en materia, Cicerón se centra en describir cuál es el clima que ha llevado a que la República esté a punto de ser aniquilada. El resumen de Cicerón lleva a presentar el origen de todos los males de Roma en que “existen dos clases de hombres entre quienes aspiraron a ocuparse de la política y a actuar en ella de manera distinguida; de éstos, unos pretendieron ser y que se les considerara populares, los otros optimates”. No debemos confundirnos con los términos. Para Cicerón, los populares son aquellos que usan la demagogia y que todo lo que aspiran es a apoderarse del poder con el apoyo de las asambleas populares, para una vez allí, comenzar a hacer una política contraria a las tradiciones, con una reforma agraria como principal proyecto y favoreciendo las expropiaciones de tierras ocupadas por la aristocracia (no me lo invento, es lo que dice Cicerón). Mientras que los optimates (los excelentes), son aquellos que solo quieren que prevalezca el orden y que están satisfechos con que las cosas sigan como siempre. Aunque Cicerón es mucho más explícito con su descripción: “todos los que no son criminales, ni malvados por naturaleza, ni desenfrenados ni están acuciados por dificultades domésticas”.

El clima político de la Roma de los últimos años de la República estuvo marcado por la polarización y el enfrentamiento radical entre estas dos posturas irreconciliables. Los episodios más violentos que conocemos de esta época están marcados, casualmente por la forma en que los optimates frenaron cualquier proyecto reformista. Los hermanos Graco acabaron con sus cuerpos en el Tíber, y las guerras civiles entre Sila y Mario o Pompeyo y Cesar tenían de fondo (además de los egos personales) estas dos maneras de entender el gobierno de la república. El miedo al cambio y la cerrazón a cualquier tipo de opción política diferente se concretó a través del pensamiento de Cicerón en la demonización del oponente político. El orgullo de la pertenencia a la “natio optimatium” (la casta de los optimates) como dice Cicerón en su obra, llevó a que las vías de convivencia y entendimiento político cada vez fueran más complicadas dentro de las paredes del Senado de Roma. Ese bloqueo a cualquier tipo de cambio y de adaptación a las nuevas demandas de la población de Roma a finales del siglo I a.C. acabaron desembocando en varias guerras civiles que terminaron definitivamente con la República. A lo mejor, deberíamos seguir mirando a nuestra historia, para tratar de no repetir los mismos errores.