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La reactividad tiene como virtud el intentar solucionar de forma rápida, en el mejor de los casos, una vicisitud, una vez que esta aparece. Ahora bien, estando todo el día apagando incendios no es la mejor de las opciones porque puede que en algún momento se te escape alguno y termine por calcinar todo lo que encuentra a su paso. La proactividad, por otro lado, te permite, en cierto modo, anticiparte a los diferentes escenarios que tuvieran cierta probabilidad de ocurrencia. Es cierto que tener una preparación infalible para todo, absolutamente todo que pudiera acontecer, no es una actitud realista. Ahora bien, tener, al menos planificado, cuáles son los procedimientos que hay que llevar a cabo para no parecer pollos sin cabeza correteando de un lado para otro, sería un buen comienzo.

Ya sé que están pensando que hay situaciones en las que es imposible estar plenamente preparado, ya sea por su complejidad como por su naturaleza. Incluso porque pudiera ser que nunca, en ninguna parte del universo, se habían dado. No obstante, ante esta percepción de los acontecimientos solo hay que decir que depende del bagaje del conocimiento histórico que tengamos, porque la historia no comenzó con nuestro nacimiento. No. Aquello que experimentamos, seguro que alguien más lo ha hecho en otro lugar, en otro año, incluso en otro siglo. Los problemas no surgen con nuestra existencia. Están ahí desde hace más tiempo y se repiten de forma cíclica. Lo que cambia es nuestra percepción y la tecnología con la que los enfrentamos, pero la raíz es similar.

¿O qué creen que pasó cuando surgió la viruela, en donde tan solo el 30% de las personas afectadas sobrevivían? Sus efectos fueron cruentos en el siglo XVIII, diezmando a la población de forma importante, estimándose que 300 millones de personas fallecieron por su causa a lo largo de la historia. También está el sarampión, aún no erradicado, con más de 200 millones de personas muertas, conocida desde hace más de tres mil años. O la denominada gripe española (la cual debe su nombre a que fue España el primer país en informar de la misma, no en generarla) que acabó con la vida del 6% de la población mundial en solo dos años. ¡Y qué decir de las crisis económicas! El “crack” del 29, la crisis del petróleo de 1973, el desplome bursátil de 1987 o la financiera de 2008, por nombrar algunas de las más recientes. ¿Qué significa esto? Que hay otras generaciones que se han enfrentado a situaciones límite similares o peores que la nuestra, por lo que no hay que creerse ni más importantes ni más protagonistas que nadie.

A partir de esas referencias históricas y reflexiones, solo que por recomendar determinadas cosas a determinadas partes:

-A la población, responsabilidad. No creo que haga falta que nos digan qué es lo que tenemos que hacer para salvaguardar la salud propia y colectiva más allá del conocimiento y ejercicio de los denominados hábitos saludables. El depender de los próceres solo nos aporta inutilidad y falsa comodidad, delegando las riendas de nuestras propias vidas.

-A las empresas, que establezcan cambios de posicionamiento ante una nueva realidad y hábitos. ¿Quién dice que no siguen existiendo necesidades de consumo? Pues modifiquemos los canales de interlocución y distribución con la demanda.

-A la administración pública, celeridad y gestión, así como intensificar la percepción social del incremento de su productividad. Y, aprovechando la coyuntura, desburocratización.

-Y a la clase política, hay que recordarles que no están ahí por ser los mejores (ahora mismo no lo son y lo saben), sino por ser fruto de la democracia (y en algunos casos por las “horas de vuelo”), por lo que deben plantear soluciones basadas en el consenso y en el conocimiento porque ¿es lógico que el centro neurálgico del debate se fije ahora mismo en lo que pudo ser y no fue? Creo que no. En este momento hay que centrar el tiro en el día después, haciéndole caso a la comunidad científica con perspectiva multidisciplinar y dejar las batallitas políticas de galería y frases grandilocuentes, vacías de contenido, buscando solo titulares de prensa, para más adelante.

La crisis de la COVID-19 nos ha puesto a prueba como generación, tanto de forma individual como de forma colectiva. A partir de ahí que cada cual saque sus conclusiones con relación a quién se merece un premio y quién un castigo, cavilando también en dónde y cuándo otorgarlo. Yo ya lo tengo pensado, ¿y ustedes?

La reactividad tiene como virtud el intentar solucionar de forma rápida, en el mejor de los casos, una vicisitud, una vez que esta aparece. Ahora bien, estando todo el día apagando incendios no es la mejor de las opciones porque puede que en algún momento se te escape alguno y termine por calcinar todo lo que encuentra a su paso. La proactividad, por otro lado, te permite, en cierto modo, anticiparte a los diferentes escenarios que tuvieran cierta probabilidad de ocurrencia. Es cierto que tener una preparación infalible para todo, absolutamente todo que pudiera acontecer, no es una actitud realista. Ahora bien, tener, al menos planificado, cuáles son los procedimientos que hay que llevar a cabo para no parecer pollos sin cabeza correteando de un lado para otro, sería un buen comienzo.

Ya sé que están pensando que hay situaciones en las que es imposible estar plenamente preparado, ya sea por su complejidad como por su naturaleza. Incluso porque pudiera ser que nunca, en ninguna parte del universo, se habían dado. No obstante, ante esta percepción de los acontecimientos solo hay que decir que depende del bagaje del conocimiento histórico que tengamos, porque la historia no comenzó con nuestro nacimiento. No. Aquello que experimentamos, seguro que alguien más lo ha hecho en otro lugar, en otro año, incluso en otro siglo. Los problemas no surgen con nuestra existencia. Están ahí desde hace más tiempo y se repiten de forma cíclica. Lo que cambia es nuestra percepción y la tecnología con la que los enfrentamos, pero la raíz es similar.