Nombrar a Antonio Gala

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Soy testigo de un mundo que fenece si dejo de mirarlo. Escribió Antonio Gala. Yo añado que así sucede con los recuerdos si dejas de retenerlos. El olvido es una muerte peor que la física; más dura si cabe. Yo no quiero olvidar a quienes amo ni quiero dejar de recordar los momentos, los gestos, las palabras, el aire que respiramos juntos y dónde fue que nos abrazamos y reímos por última vez. Por eso quiero nombrarlos para saber que existieron y han quedado retenidos en esa foto, en esa mesa del bar donde tomamos el último café; el camino que nos llevó a alguna parte; la gente que nos cruzamos cerca del mar, los paisajes que recorrimos, los amigos que nos acompañaron…

Antonio Gala y yo estuvimos en muchos sitios juntos y de cada lugar tengo recuerdos imborrables, por eso no quiero irme sin evocarlos una vez más. Recordar nuestras broncas, las miradas, las risas. Todo lo que conformaba el mundo que vivimos juntos un día. Hablar de nosotros. Nombrarnos.

 

Tu voz da la fuerza contra la fuerza

Nómbrame y viviremos.

Necesaria es la muerte,

Necesarios los dioses despreciables,

pero si tú me nombras...

Ah, si tú me nombraras!

 

Son sus versos y por eso lo nombro y por eso repaso algunos de los momentos que nos pertenecieron. Recuerdo, por ejemplo, una tarde en La Baltasara, su casa de Alhaurín, sentada en una mecedora hecha de balanceos melancólicos, mientras lo miraba escribir en su mesa repleta de cachivaches. A su espalda, los naranjos, el ciprés, y la Sierra de Mijas. Escribía sin parar con letra menuda y apretada. Y pensé que sí, que él tenía razón cuando intentaba poner nombres a las cosas vacías de este mundo. Antonio Gala era fiel a la memoria de las cosas que fueron creciendo a su alrededor, como las enredaderas de esa casa tan llena de olores (¡Dios, esa glicinia que nació y creció en el patio de la casa y que inundaba de color violeta las losetas de piedra!). Escribía sobre sus plantas y sus perrillos con esa pasión maternal de lo que uno crea y ve crecer y formarse, de lo que uno ayuda a hacerse. Rodeado de lo que le ayudaba a sentirse menos solo. En esa soledad del que se sabe necesario, Antonio Gala escribía de manera disciplinada sobre el amor, “el que ama gana siempre...”, decía. “El que ama permanece / Pero el amado pasa”. Escribía sobre el amor y sobre la pérdida del mismo; sobre las distintas formas del desamor; sobre la desesperanza, al fin, sobre la soledad de la que se alimentaba: “Yo ya estoy preparado para la soledad. El desamor que parece lo más doloroso acaba dando su fruto. Cuando el amor termina y el dolor también, aparece la soledad como algo escogido. No la que te parte el alma en dos, sino la elegida, la que te permite reflexionar y crecer; porque, en definitiva, sólo se crece en la soledad...”.

Ahora cuando siento que el verano se acerca lentamente vuelven a mi memoria aquellos días y recuerdo que cada año, al llegar el mes de agosto, se establecía el ritual de ir a pasarnos unos días con él en La Baltasara, su casa de Alhaurín El Grande. No era una obligación, era un acuerdo tácito entre nosotros. Era un capricho suyo y una decisión nuestra. La primera vez fue después de una charla en Madrid en la que nos había contado que en agosto se quedaría sólo en su finca de Málaga, pues Luis Cárdenas, su secretario y mano derecha, cogía las vacaciones que le correspondían. ¿Y qué quieres? le dije, ¿que te cuide? Pues sí, dijo él sin que se le moviera un solo músculo, necesito que me cuiden. Yo lo sabía. Había cometido el error de arroparlo un día durante una siesta en mi casa en la isla de La Palma. Él y su costumbre de irse un rato a descansar después de comer, las manos sobre el pecho sujetándose una con la otra, como si rezara, como si con ese gesto infantil y temeroso pudiera retener algo allá adentro y controlar los suspiros que le apretaban la garganta. Yo entré en el cuarto a cerrarle la ventana y taparle los pies por si el frío, por si llegaba el aire por las rendijas de la celosía, por si venía el coco, por un irremediable instinto de protección hacia aquel hombre que no era más que un niño desvalido y falto de madre, de ángeles y de amigos.

Cuando llegaba agosto reservábamos unas semanas para irnos con él de vacaciones a ese lugar cuyo nombre repetía como un mantra: La Baltasara… La Baltasara… Lo decía como si fuera una advocación sagrada que le llenaba la boca y el alma. La Baltasara, repetía, como si los demás pudiéramos recoger por el aire lo que esa palabra significaba para él. Lo repetía cada vez que se agobiaba en el trabajo o la ciudad y su casa de Madrid comenzaban a asfixiarle. La Baltasara, allá, en la Cuesta de Los Valientes, sin número, sin ruidos, sin gente que él no deseara ver ni oír. Lo supimos o mejor lo entendimos cuando llegamos a ella por primera vez aquel verano de hace mil años. Hacía calor y salió a recibirnos con un kaftán blanco y unas zapatillas de tela. Se reía. Se reía mucho. Parecía feliz y nos hizo oler la hierba, los setos de romero y las hojas de varios matorrales cuyos nombres he olvidado por completo. He olvidado casi todo de aquel primer día, pero recuerdo la hora de comer, el agua fresca y los bollos de pan crujientes, el gazpacho de zanahorias en unos cuencos de cerámica con cenefas azules y rojas que me regaló el último verano que pasamos juntos y que aún conservo en mi alacena del norte de mi isla. Y recuerdo los cuadros que adornaban las paredes encaladas de blanco y las sillas de madera caoba y el olor a jazmines que entraba por las ventanas entornadas por el calor a esas horas. Y recuerdo el mantel de hilo y Antonio, radiante, tostado por el sol, contando no sé qué sobre unas cartas que había recibido esa misma mañana y el nombre de su próximo libro rondándole por la cabeza, y la luz de las paredes, y el sol filtrándose de lleno por las rendijas de las puertas. Y recuerdo que me quité los zapatos para palpar el suelo y recuerdo el frío que me dieron las losetas de barro de aquel comedor donde compartiríamos tantas horas y tantos momentos felices.

La Baltasara era un pequeño santuario lleno de lugares sagrados y dedicados a determinados rituales: el piso alto donde estaban los libros, los papeles, el sofá y las conversaciones de cada mañana; el comedor, la piscina, los patios de piedra, los jardines con olor a romero, lavanda, jazmín y un galán de noche que Antonio nos obligaba a oler cada vez que pasábamos por él. Había un cenador cubierto de glicinias azules donde nos gustaba sentarnos a tomar limonadas y agua fresca al llegar el mediodía. Y, detrás del cenador, un jardincillo francés con romero y arrayanes y, más allá, unos eucaliptus debajo de los cuales estaban las tumbas de los perritos que Antonio había amado tanto. Había una piscina alrededor de la cual daba vueltas mientras hacía los crucigramas de El País (siempre decía que eran los mejores). La tronera de El Mundo ya la había leído antes de bajar, y, antes de bajar para darse el baño, escribía la del día siguiente. Porque Antonio escribía por las mañanas lo mismo que hacía en su casa de Madrid: escribir, escribir y escribir; capítulos enteros de las próximas novelas, cartas, pedazos de sus memorias, y, a veces, algún poema. Hablábamos mucho de poesía. Sabía que me gustaba más que la narrativa y era mi conversación preferida. Hablar de poemas, recitarlos en alto, competir para ver quién se equivocaba de verso, quién se comía algún párrafo, quién sabía más sobre su autor. Era un juego que repetíamos con frecuencia. Lo mismo hacía con las coplas. Me retaba a ver cómo las cantaba y cuándo me saltaba algún trozo de la canción o lo cambiaba me interrumpía recitándola con la letra que correspondía. Sabía mi afición por ellas y jugaba a oírmelas cantar equivocando unas letras con otras. “La Zarzamora”, “La Ruiseñora” o “Las cinco farolas” sonaban por la casa a cualquier hora, y él acudía invariablemente a corregirme las letras. Él, paseando en bañador, nosotros, Manolo y yo, tendidos al sol riéndonos y haciendo chistes malos y trabalenguas para meternos con él, con sus errores, sus manías, sus malas costumbres y sus salidas de tono que nos daban más risa que enfado. Cosas de Antonio nos decíamos a menudo cuando tenía esos arranques de mal genio y se ponía a despotricar contra la especie humana en general y algunos seres humanos, en particular, contra los que tenía más tristezas que rencores.

En La Baltasara, como en todos los lugares que le pertenecían, era su opinión la que marcaba los horarios de comer, de jugar a las adivinanzas, de sentarse al sol o de pasear después de la siesta. “Vamos”, decía al caer la tarde. Y los perrillos de la casa y nosotros salíamos a pasear por donde él dijera, por dónde él deseaba, por dónde le parecía mejor. Eran paseos por el borde de la finca atravesando los huertos donde crecían las verduras y los árboles frutales y bajando las laderas hasta la cuenca del riachuelo con muy poca agua ya en aquellas fechas, pero era fresco el camino y agradable el olor que el calor del mediodía había dejado en los eucaliptus. Los perrillos iban delante siguiendo sus instrucciones; detrás él y su infalible bastón, luego yo, y, detrás, Manolo, escoltando el camino y a los caminantes. Cada paseo era una historia nueva, una explicación nueva sobre los árboles, el cauce casi seco del río, las montañas que se veían desde allí y las que no se veían. Era un enamorado del lugar y le gustaba explicar cada piedra, cada planta que nos pudiéramos tropezar. Nada había mejor que aquellos rincones, nada más hermoso, nada más gratificante para él. Y así nos obligaba a los demás a admirar el lugar y a encariñarnos con lo que veíamos. Y así, quisiéramos o no, La Baltasara acababa siendo un lugar distinto, especial y mágico para todos.

La vida allí era lo que era. Los días parecidos con un horario determinado que les daba esa aparente monotonía. El calor, los baños, las lecturas y las conversaciones se sucedían siempre de forma semejante, aunque siempre ocurría algo que daba un giro natural a las cosas: la llegada del cartero, una llamada al teléfono de la casa, un ruido nuevo, la aparición de un desconocido que entraba en la finca sin avisar y nos encontrábamos con él de repente en una esquina del jardín como aquel día que llegó un hombre, preguntó por Antonio y yo salí a ver qué quería. Era un tipo alto y fuerte con un aspecto desafiante. Vengo a traerle unos libros para que me los firme. Quiero verlo. Dijo. Antonio no deseaba ver a nadie ese día y se negó a salir y el tipo a marcharse por mucho que yo le explicara la situación. Era un admirador y quería verlo a toda costa. Todo fue un alboroto. Se llamó a la policía y lo detuvieron. Luego supimos que era un preso que se había fugado de una cárcel de Barcelona y había venido desde allí, ¡sabe Dios por qué derroteros!, hasta llegar a La Baltasara para que Antonio le firmara los libros. Tuve que ir a declarar a la guardia civil. Retiramos la denuncia y el hombre fue devuelto a la cárcel. Ese día, después de comer, hablamos de las distintas clases de amor que habíamos conocido en nuestras vidas.

A veces llegaban amigos que venían de Málaga o de Madrid o de cualquier rincón del país a pasar el día, comer o merendar, dar unos paseos por la hierba o bañarse en la piscina. Se iban pronto. Antonio los recibía feliz, pero yo notaba que quería quedarse solo, que se cansaba de visitas y que nosotros estábamos fuera de ese cansancio. Éramos una compañía para él y no existíamos apenas. Nos quería allí para sentirse protegido y amado, pero sin ruidos, sin alharacas, sin excesivas demostraciones de nuestra presencia. Y si alguna vez me quedé sola con él creo recordar que andaba de puntillas para borrarme completamente y no estorbarle en sus paseos, sus lecturas, y sus largos y prolongados silencios. Él, que hablaba sin parar cuando quería ser alegre o aparentar que era el ser más sociable del mundo; él, que contaba anécdotas sin parar y hacía reír a los invitados y comensales con sus fábulas y sus historias o las historias de los otros, lo que más le gustaba de este mundo era el silencio; no oír siquiera los pasos en las escaleras que daban a su despacho, a sus secretos y a sus misterios. Yo lo sabía y me quedaba quieta en el jardín cerca de la piscina hasta que lo veía llegar y comenzaba a dar vueltas alrededor del agua y, de vez en cuando, me decía una frase o una palabra para hacerme caer en la trampa, que hablara y poder mandarme callar como si fuera una niña en clase de algo nuevo, desconocido y perturbador. Jugaba a destronarme en mi papel de madre y me hacía sentir como una hija asustada y pequeña. O eso creía él o era a eso a lo que yo también jugaba para hacérselo creer.

Y así, entre silencios y largas conversaciones sobre el mundo y sus asuntos, pasaban los días. Alguna vez salíamos a la civilización, a Fuengirola, a casa de unos amigos de Antonio, pero no era fácil sacarlo de La Baltasara, como no era fácil hacerle ver que el verano llegaba a su fin y teníamos que volver a casa. Él a la suya de Madrid, nosotros a Canarias, a Madrid o a la Fundación de Córdoba, ya en los últimos años de mi vida en la península y a su lado. El calor se hacía cada vez más soportable, la tierra olía menos a lavanda y algunas mañanas notábamos el frío del agua. Sabíamos que eran los últimos días, que ya no sería lo mismo fuera de esa casa. Que el brillo, la luz que nos acompañaba, se iría apagando poco a poco y nosotros, como el verano, nos iríamos apagando también lentamente. Sabíamos, él y yo lo sabíamos, que La Baltasar era algo más que un lugar en un mapa; que esa casa, sus costumbres, su forma de vivirla, eran más que un pasatiempo, un lugar de vacaciones, un retiro, una oportunidad. Era mucho más que todo eso, y lo sabíamos. Yo lloraba al despedirme cada año. Por él, por mí, por todos aquellos que queríamos a Antonio sin Gala, sin libros, sin toda esa parafernalia con la que parecía ser feliz pero que yo adivinaba que no, que no lo era. Que aquella casa, el lugar, los objetos y los recuerdos que la habitaban, significaban para él mucho más que los honores y galardones que le ofrecían los inviernos. La Baltasara era el verano, el calor, la luz, la infancia que necesitaba recuperar con todo lo que en ella no tuvo. Era todo eso lo que aquella casa le ofrecía. Yo lo sabía. Lo supe siempre. Como ahora sé que no voy a volver. Ni él ni yo vamos a volver, pero nombrar aquellos días me hace sentir a su lado. Irrepetible y necesariamente a su lado.

Elsa López 2 de junio de 2023