Aprender español siendo migrante, un reto y una forma de empoderamiento

Las clases de español pueden convertirse en un refugio. Así describen los alumnos de Rioko Fotabon su rutina diaria: dormir, clases, calle y vuelta a empezar. Son jóvenes de entre 19 y 27 años, la mayoría senegaleses, que llevan desde algunos meses hasta más de dos años en Tenerife. Se dedican a la venta ambulante de artículos como pulseras, cinturones, gafas o bolsos porque “sin papeles no hay nada más”.

Rioko, docente con máster en educación intercultural, comenzó a impartir clases de español a jóvenes migrantes hace casi tres años. Por sus aulas han podido pasar más de 500 personas en las distintas fases del proyecto Escuelita antirracista de español, financiado por la Dirección General de Juventud del Gobierno de Canarias.

Dio comienzo a este programa cuando vio la necesidad de que los migrantes alojados en los campamentos de Las Raíces y Las Canteras, ubicados en Tenerife, y distintos centros de menores pudieran aprender español. Rioko explica que ya existen otros recursos a los que pueden acceder para ese aprendizaje, pero que “suelen ser dentro de los recursos”, unos espacios “bastante complejos y para algunas personas, incluso, violentos”.

El constante flujo de estudiantes que llegaban y se iban, cuenta Rioko, complicaba mucho el aprendizaje, en parte debido a la diferencia de nivel entre alumnos. “Por cómo funcionan estas estructuras de acogida gigantes y el racismo institucional, no tienen demasiada autonomía sobre sus realidades, por lo que muchas personas son derivadas, se van a trabajar a otro lugar o ya no están en el centro”, asevera.

Aun así, su filosofía de trabajo es que aprovechen las clases y el espacio durante todo el tiempo que puedan estar. No pretende que sea solo un lugar donde aprender español, sino también dignificar ese proceso y crear un contexto de sanación, resistencia y calma. Por eso, algunas de sus clases son una combinación entre aprender el idioma y distintas actividades lúdicas, como cerámica o baile.

Actualmente, las clases de Rioko están enfocadas a personas autónomas “que no tienen muchos espacios educativos”. Para establecer el primero contacto, se acercó a hablar con ellos en las calles donde suelen vender artículos para informarles sobre las clases y expandir la red a través del boca a boca. También tiene otro grupo con menores que viven en un centro cercano.

Cada grupo tiene un máximo de 15 alumnos para evitar la masificación y fomentar un mejor aprendizaje. Ese contacto estrecho permite conocer mejor sus necesidades específicas alejadas del “eurocentrismo” que Rioko detecta en algunos espacios. Considera es indispensable hacer ese cambio de foco, sobre todo porque trata con personas que han pasado por un “proceso migratorio traumático” y continúan en una “situación de incertidumbre constante”.

Por eso, otro de los pilares sobre los que construye su docencia es que todas las personas que asisten al aula puedan ser “figuras de conocimiento” y se apoyen entre ellas. Por ejemplo, si alguien conoce el significado de una palabra que otra persona no sabe, Rioko pretende que, con su apoyo, dialoguen para entenderse y formen una dinámica de grupo, en lugar de una unidireccional.

Los alumnos se muestran contentos y motivados. Aseguran que las horas que pasan en el aula son fundamentales para ellos, dado que aprenden herramientas que les son útiles al tiempo que disfrutan.

El enfoque principal de las lecciones es comunicativo, es decir, “lo importante no es que aprendan cosas gramaticales, sino que puedan desenvolverse en el día a día y vivir su vida de la forma más autónoma posible”, apunta su docente.

Esa es justamente una de las claves por las que cree que este proyecto tiene mucha potencialidad, pero que resulta insuficiente para la cantidad de personas en Canarias que necesitan aprender español. Desde su perspectiva, aunque el voluntariado es positivo, hace falta que quienes enseñan el idioma tengan formación específica y una visión antirracista que ponga por delante atender las necesidades de las personas migrantes.

Distintas organizaciones e instituciones también ofrecen espacios educativos, como la Universidad de La Laguna y el proyecto Nahia. Existen además programas específicos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) o la Cruz Roja, entre otros.

Otras aulas alternativas, con unos pocos estudiantes, forman parte de esta red de recursos. Aquí Estamos es una pequeña asociación que facilita espacios para varios grupos de estudiantes tanto en el Norte como en el Sur de Tenerife. Lucía, maestra jubilada, es una de las profesoras que va todas las semanas como voluntaria para dar clases a algunos jóvenes, entre los que se encuentra Souleymane.

El joven senegalés llegó a Canarias en noviembre de 2020. La maestra y el alumno se conocieron por un contacto que tenían en común y, desde entonces, comparten algunas horas semanales en las que practican conversación, vocabulario, conjugaciones y escritura.

Cuando Lucía habla de Souleymane, lo compara con “una esponja” por su predisposición y ganas de aprender. Antes era pescador y ahora tiene un empleo en una finca de plátanos transportando las manillas, por lo que todas las mañanas madruga para ir a trabajar. Además, practica y compite en lucha canaria, pero asegura que sus aspiraciones van más allá. En el futuro, “cuando tenga papeles”, quiere “estudiar muchas cosas”.

Entre una larga lista de inquietudes, está la cocina. Cuando aprenda español con soltura, para lo que ya va por muy buen camino, tiene el objetivo de abrir una empresa de jugos y así ayudar con el dinero a su familia en Senegal y a otras personas que lo necesiten.

Con paciencia y optimismo, afronta su día a día entre el trabajo, las clases y la lucha canaria. Admite que al principio le costó empezar a hablar el idioma, pero poco a poco va rompiendo barreras.

Marina Naranjo, técnica lingüística de asilo en CEAR, cuenta que el proceso de aprendizaje es complejo y muy variable, por lo que hay que empezar por personalizar y adecuar cómo se enseña a cada persona. Tal y como cuenta, en una misma clase puede haber 25 lenguas y 15 nacionalidades, un ingeniero sentado al lado de un pastor y personas alfabetizadas junto a otras que no saben leer o escribir y nunca han pisado una aula.

Eso no solo afecta a los ritmos de aprendizaje, sino también al miedo a equivocarse a la hora de hablar. “Hay gente que habla 6 idiomas a pesar de que no sabe escribir, por lo que en seguida se lanzan a hablar por supervivencia y no tienen miedo al error. Alcanzan la competencia muy rápido”, explica Marina. La situación es opuesta en el caso de, por ejemplo, los ucranianos, quienes tienen estructuras mentales enfocadas a lo gramatical y tardan más tiempo en sentirse seguros hablando.

La técnica destaca la importancia de adecuar la enseñanza al nivel individual más allá de estos aspectos. Asegura que no siempre se tienen en cuenta los problemas específicos de cada persona y cómo influyen en su aprendizaje, y esto se puede traducir en muros entre el alumnado y su docente.

Actualmente, la Comisión trabaja con más de 200 personas, de los que una gran parte son refugiados, solicitantes de asilo o personas que han pasado por un viaje traumático. Por ello, recalca que la atención personalizada es indispensable, razón por la que tratan de cuidar este aspecto con especial esmero.

Asegura que, “sin lugar a duda”, la progresiva mejora y desenvoltura en el uso del idioma contribuye a la salud mental y la motivación. “Es como si su autoestima floreciera” y eso les permitiera comenzar a plantearse ideas de futuro más optimistas que antes les resultaban inimaginables.

Aprender a leer un cuadrante de horarios o escribir las primeras palabras en un idioma nuevo es un primer paso de todo un proceso de dignificación. Marina se alegra al ver que esos pasos se van encadenando hasta que las personas se integran y logran hacer sus propias gestiones: “Podemos cambiar la vida a las personas si les damos las herramientas”.