Aznar y la telebasura
Es bastante insólito que un gobernante censure los contenidos de la televisión y responsabilice a las empresas privadas y a los profesionales de sus defectos. Hay pocas dudas sobre los ínfimos niveles de dignidad a los que están llegando algunos programas, pero es preocupante que la llamada de atención corra a cargo del máximo responsable del Ejecutivo, en la medida en que pudiera albergar alguna veleidad de censura de los contenidos de los medios. Viniendo además de José María Aznar, estas manifestaciones contra “lo que se ve a diario en las televisiones” superan todos los límites de la coherencia; entre otras cosas, porque si algo caracteriza esta etapa en la que el PP ha concentrado el máximo poder público y la mayor influencia sobre empresas privadas es precisamente la degradación populista de los contenidos de televisión que responde al nombre de telebasura.
El Gobierno no es sólo “el primer empresario televisivo del país”, como alguien ha replicado a Aznar, con responsabilidad directa sobre la televisión pública estatal, sino que su poder de influencia se extiende también a las cadenas privadas. Aznar describe bien esta programación televisiva: “Gente que no se sabe quién es ni de dónde ha salido, aireando miserias, insultándose de la manera más descarnada con todo tipo de intimidades”. Pero tendría que haber dicho más al respecto y, sobre todo, haber concretado qué piensa hacer para evitarlo, en lugar de limitarse a denunciar el fenómeno y endosarlo por entero a la responsabilidad de otros. Y, con mayor motivo, si se tiene en cuenta que Tómbola, el programa que pasa por ser la quintaesencia de la telebasura y que ha servido de modelo, fue producido por la televisión pública de la Comunidad Valenciana cuando el actual ministro de Trabajo, Eduardo Zaplana, era presidente de dicha comunidad.
Tanto RTVE como los canales autonómicos controlados por el PP, especialmente el Canal 9 de su autonomía señera, han sido el vivero y la vanguardia de este tipo de programas. No han quedado a la zaga las televisiones privadas próximas al poder (y muy en concreto Antena 3, baluarte del aznarismo). Durante los últimos siete años nada ha hecho el Gobierno para deshacer la madeja del control político directo de las televisiones públicas y crear instituciones independientes, al estilo de otros países europeos, que cuiden del servicio público y de sus estándares de calidad profesional y cultural.
El Gobierno del PP, que predicó la regeneración de la televisión pública, ha estado sólo pendiente del control de los informativos, agudizando todavía más su sesgo oficialista, como se puso de manifiesto de forma descarada en la cobertura informativa del desastre del Prestige o de la huelga general del 20-J. En nada han favorecido Aznar y sus colaboradores la calidad, el nivel y la dignidad de la televisión en España. Y mucho de lo que se ha hecho, en cambio, coincide con una oleada de chabacanería a la que no es ajeno el propio jefe del Gobierno, tal como ponen de manifiesto algunos de sus más recientes discursos durante la campaña electoral, adobados con referencias de dudoso gusto, por ejemplo, a la medición de su hombría.