Los de fuera y los de dentro

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El diputado del Partido Popular y alcalde de Barlovento, Jacob Qadri, ha afirmado esta semana en el Parlamento de Canarias que La Palma ya no es una isla tranquila. Asegura que se está “normalizando” una sensación de inseguridad y que “la isla parece el sur de Tenerife”, con robos, armas, drogas y ajustes de cuentas. Dice también que la población ha aumentado no por natalidad, sino “por gente de fuera”, mientras los efectivos policiales disminuyen. Y exige, cómo no, que el Estado actúe.

Pero cuando un cargo público señala “a los de fuera” como responsables de un deterioro social, conviene leer entre líneas. No está describiendo un problema, está activando un marco. No está buscando soluciones, está construyendo un enemigo.

Barlovento, el municipio que Qadri gobierna, ha cambiado mucho en las últimas décadas. Hoy, cerca de la mitad de su población no ha nacido allí. Muchas de esas personas llegaron desde Venezuela, y en menor medida desde Cuba o Colombia. Han venido huyendo de situaciones difíciles, con historias de desarraigo y esperanza a cuestas. Se han instalado, han alquilado viviendas vacías, han abierto negocios con su gastronomía, sus costumbres y su música. Algunos se han integrado con naturalidad; otros han ocupado espacios que antes pertenecían a los vecinos de toda la vida. Y eso, digámoslo sin miedo, genera tensiones.

Porque no es verdad que todo sea fácil.

Hay diferencias culturales, a veces profundas. Quienes venimos de fuera (yo también soy hija de inmigrantes) sabemos lo que es cargar con etiquetas, pero también sabemos que hay códigos que aquí, en Canarias, ya no tienen cabida: el machismo arraigado, el culto a la autoridad, la homofobia abierta. Y sin un trabajo comunitario serio, esos valores entran en fricción con los que se han ido construyendo aquí con mucho esfuerzo.

El problema no es que existan diferencias. El problema es cuando esas diferencias se convierten en brechas. Y esas brechas no se cierran con discursos alarmistas ni con titulares catastrofistas. Se cierran con política pública, con recursos y con visión a largo plazo.

Mientras tanto, resulta curioso que quien denuncia ahora la falta de seguridad lleve desde diciembre sin cubrir tres plazas de policía local: una por baja médica y dos que, según sus propias palabras, no tuvo tiempo de convocar. También resulta llamativo que acuse a otros ayuntamientos de “quitarle policías”, como si la gestión pública fuera un mercado de trueques, y no una responsabilidad colectiva. Por cierto, el alcalde al que acusa también es del Partido Popular. ¿Qué pretende, entonces, con esas declaraciones? ¿Echar balones fuera? ¿Desgastar al Estado, a los suyos y a los otros, todo a la vez?

La respuesta está en los datos. Según el Ministerio del Interior, los delitos en Canarias descendieron un 3,8 % en el primer trimestre de 2025, y en La Palma, un 19,6 %. Es decir, vivimos en una de las islas más seguras del archipiélago. Entonces, ¿por qué sembrar miedo? ¿Por qué construir un relato de inseguridad que no se sostiene?

La respuesta es sencilla: el miedo es rentable. Permite convertir en amenaza lo que no se entiende, simplificar lo complejo, y sacar rédito electoral. Qadri lo sabe bien. Utiliza a la población migrante como chivo expiatorio cuando conviene, y como reserva de votos cuando hace falta. Un juego viejo, pero eficaz.

Y duele más aún porque él también es hijo de inmigrantes. Como yo. Y eso debería bastar para comprender que las raíces no se miden por el lugar de nacimiento, sino por la forma en que se construye convivencia. Por eso creo que es hora de hablar de esto con más verdad. Sin paternalismo, pero también sin rencor. Con exigencia, pero también con política.

Queremos vivir en pueblos donde la diferencia no sea una amenaza, sino una posibilidad. Donde los mercadillos sean un lugar de encuentro y no un campo de batalla simbólica. Donde los problemas reales se nombren, pero no se utilicen como arma arrojadiza.

La Palma sigue siendo una isla tranquila. Lo que la hace vulnerable no es la llegada de “gente de fuera”, sino la falta de herramientas para tejer comunidad. Y, sobre todo, el uso irresponsable de un discurso que busca dividir para gobernar mejor. Frente a eso, necesitamos otra política: la que construye desde la verdad, no desde el miedo.