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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El silencio de los lobos

Santa Cruz de La Palma —

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Si repaso los títulos que encabezan mis opiniones me encuentro con páginas enteras dedicadas a los niños, a su explotación, a las miserias que nos rodean, al aborto, al hambre, a la prostitución, al desamparo. Me encuentro conmigo misma una y otra vez defendiendo a las mujeres constantemente, atacando la mala fe de algunos gobernantes, la hipocresía, la mala gestión política y económica de muchas instituciones, contra la monarquía, los bancos, las empresas que han destrozado hogares y enfermado a sus trabajadores por la desmesurada ambición de empresarios corruptos, desalmados y ambiciosos. Tropiezo con mis propias palabras enfrentándome con las distintas iglesias, con princesas y reinas casquivanas e inútiles, con reyes sin escrúpulos, con trabajadores despedidos injustamente, con una sociedad manipulada, con una educación llevada al límite convertidos los estudiantes en maquinaria de hacer y no de pensar, los niños en adobo de diversas ensaladas y los ancianos en un producto desechable.

He escrito a favor de una muerte digna, de una vida digna y de la libertad para elegir las dos cosas. He defendido razas y credos, costumbres y maneras distintas de ser y de vivir en este planeta. He criticado la forma de tratar a los animales y he dedicado muchas páginas a hablar de perros, gatos y pájaros en libertad. Los animales de mi vida han recibido el artículo que se merecían y he dedicado extensos párrafos a describir la vida y ascenso de trepas y manipuladores. He procurado ser amable y lúcida. Generosa y comprensiva. Me han echado rapapolvos por escribir contra empresas concretas, contra políticos concretos, contra el mundo concreto que me repugna y desprecio, y me han prohibido, concretamente, hablar de ellos, pero he ofrecido toda la resistencia posible. He sido cruel a veces, lo sé, pero no he querido evitarlo.

Un día decidí estar callada. Ser discreta en mis opiniones y ofrecer un talante amable y positivo en ellas. Llegué a pensar que “más impone un lobo en silencio que un perro ladrando”. Pero no he sabido hacerlo ni cómo detener ese alud de rabia contenida contra todo lo que se nos viene encima cada día. Sigo las conversaciones y las discusiones de unos y de otros; me detengo en las paredes donde se escriben acciones y se recrean palabras; persigo en las terrazas las voces de los jóvenes que beben y cantan; observo los campos de juego donde se gritan y enfrentan; veo los parlamentos, mítines y debates donde se vuelve a gritar, insultar y enfrentar; miro las calles donde se acuchilla y apalea... Luego me levanto, y desobedeciendo los consejos de mi amigo el poeta Lorenzo García Vega que proponía escribir lo que le viene a uno a la cabeza entre la velada y el sueño cuando las ideas aún permanecen flotando en el aire, me dispongo a ordenar los pensamientos y describirlos despacio y meditando cada palabra. Un error. En ese momento desperdiciado de las primeras horas del día, desayuno, oigo las noticias, escucho a Mozart y limpio manteles y cubiertos. Cuando decido sentarme a escribir sobre el tema que me ha consumido en la madrugada, ya es tarde para recomponer las emociones que en la penumbra brotan con claridad. A las pocas horas de andar de un lado a otro las ideas se agolpan y ya no sé si escribir sobre la guerra, los motivos políticos de un partido, las barbaridades de un reportaje sobre robos de niños, los intercambios políticos de Perú o las últimas necedades de una pobre muchacha llamada a ser actriz y se ha quedado en protagonista de un melodrama cursi y barato de la televisión basura. Ya no sé si promulgar un discurso a favor del aborto, enmendar los errores gramaticales de Irene Montero, lanzar una encomienda a mi amigo el del caballo, señor de Vox montaraz y atractivo en su papel de hombre agreste o emprenderla a gritos contra el ayatolá y toda su corte de lobos hambrientos.

En resumen, que, desobedeciendo al refranero y a mi lado sereno y reflexivo, he decidido ponerme a ladrar. Que esto se derrumba lentamente y luego no digan que no les avisamos. Que Marruecos se refuerza con drones de China y helicópteros de EEUU, vale. Que el pacto por el Consejo General del Poder Judicial está en vilo por el choque Sánchez-Feijóo, vale. Que aparecen barcas vacías a la deriva en alta mar y los muertos ya ni están a la vista que la mar es muy sabia y se los traga enteros para no dejar rastro, vale. Que los ciudadanos mandan cartas y discuten por quítame allá un nombre, una calle, una estatua o un rasgo de identidad territorial, vale. Son asuntos aparentemente lejanos. Lo que no vale es ignorar lo que sucede a la puerta de nuestra propia casa como esa extraña pretensión de hacer un museo Rodin en Tenerife. Una aventura insensata y costosa cuando faltan centros culturales, museos de verdad donde colocar las obras de artistas a la deriva, cuando faltan librerías y sobran tiendas de drones, faltan libros y cuadros y sobran carcasas para móviles. Cuando yo lo que necesito es oír voces que se pronuncien contra acciones tan infaustas como la del dichoso museo. Voces de escritores, pintores, músicos y actores que se unan a la mía y a la de otros que como yo han decidido seguir en la batalla.

Y mañana decidiré si vuelvo a ser el lobo silencioso.

Elsa López

9 de diciembre 2022