Espacio de opinión de Canarias Ahora
La doble moral estival: solidaridad selectiva con la infancia migrante
Cada verano, los titulares de muchos medios de comunicación en el Estado español se llenan de imágenes de familias sonrientes recibiendo con los brazos abiertos a menores procedentes del Sáhara Occidental o de Ucrania. Estos gestos, frecuentemente presentados como ejemplo de solidaridad internacional, se enmarcan en programas de acogida temporal que ofrecen descanso, salud y protección a niños y niñas que viven en contextos de conflicto o vulneración de derechos. Sin embargo, esta generosidad parece diluirse cuando los menores no acompañados que llegan a nuestras costas —particularmente a Canarias— lo hacen sin un programa que los legitime socialmente, sin una narrativa heroica que los respalde y, sobre todo, sin ser percibidos como “blancos”, “europeos” o “rescatables”.
La contradicción no es casual. Responde a una lógica estructural de racismo institucional y a una visión adultocéntrica de los derechos de la infancia que opera bajo criterios selectivos. Mientras unos menores reciben la categoría de “niños refugiados” y son acogidos con aplausos, otros son catalogados como “menas” —una etiqueta profundamente estigmatizante y deshumanizadora— que los convierte en sospechosos antes que en sujetos de derecho.
La infancia no tiene patria, pero sí derechos
Según la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN), ratificada por España, todo menor de 18 años debe ser tratado como tal, con independencia de su nacionalidad, origen étnico o situación administrativa. La CDN no establece jerarquías entre infancias; sin embargo, la práctica sí lo hace. En los últimos años, la llegada de menores no acompañados a Canarias ha generado una respuesta institucional desigual, marcada por la falta de planificación estatal, la sobrecarga de recursos autonómicos y una cobertura mediática que tiende al sensacionalismo o a la criminalización.
Cabe destacar que muchos de estos menores, especialmente adolescentes varones entre 14 y 17 años —los menos “rentables” desde la lógica protectora tradicional—, quedan al margen de políticas de acogida afectiva y comunitaria. Mientras tanto, las niñas migrantes, mucho menos visibles, enfrentan riesgos específicos de violencia sexual, trata y explotación, sin que existan protocolos de protección efectivos con enfoque de género interseccional.
Solidaridad de temporada vs. compromiso estructural
El contraste entre la acogida a menores saharauis o ucranianos y la respuesta ante menores extranjeros no acompañados que llegan a Canarias pone de manifiesto una solidaridad condicionada. Esta doble moral se sostiene sobre la construcción mediática de ciertas infancias como merecedoras de empatía y otras como amenazas. La acogida estival, limitada en el tiempo y cargada de simbolismo, no puede sustituir un sistema estructural de acogida y cuidado que sea digno, estable y no discriminatorio.
El enfoque antirracista exige mirar más allá del relato dominante y cuestionar por qué la infancia negra o árabe no genera la misma compasión social que la infancia blanca europea. Asimismo, urge integrar un enfoque de género que permita visibilizar las múltiples violencias que atraviesan las trayectorias migratorias de niñas, adolescentes y personas trans menores de edad, a menudo invisibilizadas por los sistemas de protección.
¿Una acogida para quién?
En lugar de preguntarnos por qué las familias no acogen a más menores migrantes llegados a Canarias, deberíamos preguntarnos por qué el sistema no lo permite o no lo facilita. ¿Por qué no se fomenta el acogimiento familiar para adolescentes marroquíes, senegaleses o malienses, con la misma intensidad con que se promueve para menores ucranianos? ¿Por qué no se invierte en programas de sensibilización que ayuden a desactivar prejuicios racistas y a construir una comunidad acogedora más allá del calendario escolar?
La respuesta a estas preguntas no se encuentra solo en los márgenes de la buena voluntad individual, sino en la necesidad de un compromiso político real con los derechos humanos, que pase por descolonizar nuestras prácticas y por erradicar las múltiples formas de discriminación estructural que afectan a la infancia migrante.
Mientras sigamos aplaudiendo la acogida de unos niños y tolerando la exclusión de otros, estaremos perpetuando una falsa idea de protección infantil basada en la selectividad emocional y no en el principio de justicia. La infancia es diversa, plural y portadora de derechos universales. La protección no puede ser un gesto estacional ni una cuestión estética. Debe ser una obligación ética, jurídica y política.
Porque no hay niños de primera y de segunda. Solo hay infancia. Y esta, siempre, merece cuidado.