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En Canarias nos faltan plazas...

José Carlos Gil Marín / José Carlos Gil Marín

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La política se encontraba en su inicio vinculada a lo urbano, a la ciudad, en cuanto que espacio físico de convivencia. Con la madurez de la democracia en las ciudades-Estado de Grecia, aparecen en ellas nuevos elementos urbanos de ciudadanía -que coexisten con los defensivos o los comerciales-, y que indican una colaboración mucho más estrecha del pueblo en los asuntos de la comunidad. Aparte de los templos, que representaban para los griegos la culminación de su mundo espiritual y el orgullo mayor de su creación artística, surgieron en la ciudad diversos edificios dedicados al bien público común -como las bibliotecas- o a las reuniones de los representantes de la ciudadanía. Pero sobre todo surgieron entre ellos espacios públicos de libertad. Generalmente estos espacios se situaron en torno al ágora o plaza pública, que vino a constituir el verdadero centro político de la ciudad. Aquel espacio de la ciudad de Atenas fue concebido como una posibilidad dinámica, como una abertura de cada individuo a los otros que habitan en esa ciudad que se proyecta. Desde esta concepción física del ágora, de la plaza, del espacio público, se pasó a la concepción intelectual y democrática del mismo término.

No es pues la espacial la única definición de ágora existente, no es la única el ágora física, sino que también existe el ágora democrática. El espacio público, la polis, no tendrá ya entonces una mera localización física especial, no se identificará en esencia con un lugar dado. La definición se centrará en el hecho de actuar y hablar juntos: “a cualquier parte que vayas serás una polis”. Por tanto, allí donde se actúa concertadamente se crea un espacio de aparición en tanto que espacio público: “siempre que la gente se reúne ese espacio se encuentra potencialmente allí, pero sólo potencialmente, no necesariamente ni para siempre”. Tiananmen y Tahrir han sido ejemplos de la simbiosis buscada entre el ágora física y el hombre político que la utiliza en tanto que espacio de libertad. De acuerdo con esta definición, nos podemos imaginar ejemplos para la práctica política actual: el comedor de una casa en el que se reúnen disidentes políticos para discutir su situación sería un espacio público, la playa y el litoral en el que tiene lugar una manifestación contra la construcción de una infraestructura portuaria sin sentido, o el campamento saharaui por la libertad que tan dignamente enarboló recientemente la legítima causa del pueblo saharaui, serían auténticas ágoras, serían auténticas escuelas de libertad. Pero por el contrario, las plazas públicas de nuestras ciudades (Las Palmas, San Cristóbal de La Laguna, Telde?) o el Parlamento de Canarias no serían así espacios públicos cuando en ellos no se reunieran los ciudadanos o se debatiera desde criterios auténticamente democráticos. Muchas veces no lo son. Hasta incluso la Unión Europea, que no es precisamente un ejemplo en sí misma de democracia electiva, está estudiando ya los déficits estructurales del sistema electoral autonómico archipelágico, del que tanto hemos hablado. Del que tanto tendremos necesidad de seguir hablando hasta que se plasme su necesaria reforma. El individuo se desarrolla como tal cuando sale de la seguridad que le proporciona el entorno privado y se arroja decididamente al mundo público, al ágora efectivamente democrática. Allí confluyen todos los hombres como iguales, sin distinciones arbitrarias entre unos y otros. Todos pueden y deben opinar, dialogar, actuar. La política, aunque no forma parte de la vida privada del hombre, constituye una importante realidad en la que todo hombre debe participar si desea alcanzar la plenitud humana. Sin política no hay despliegue de la personalidad; el individuo se atrofia. La vida pública no puede ser, por tanto, el destino de unos pocos elegidos por sus excepcionales condiciones. La dimensión pública forma parte indispensable de la vida del hombre. Nos guste o no nos guste. Incluso votar una vez cada cuatro años, y no todos, no es suficiente. Es más? El juicio político no sólo arbitra, propone, no aplica fuerza, proyecta ideas. De ahí que la actividad política del ciudadano en el ágora esté tan íntimamente ligada al elemento de autonomía y dinamismo propio de la acción humana y dependa tanto de los efectos de los juegos de contrarios en que consisten las estrategias de los actores (de ahí que sea tan esencialmente relacional y buscadora de sinergias y consensos). Esta ligazón permite formular políticamente la doble vinculación de la actividad política con la libertad: libertad de ser y libertad de actuar, libertad como decisión responsable y libertad como participación colectiva. Estas libertades se echan, pues, mucho en falta y cada día más, en el devenir oceánico de nuestras islas atlánticas. Y ya sabemos que después de la idílica e inicialmente utópica ágora griega vino lo que vino: la ambición humana, los consejos no aceptados cuando debieran haberlo sido, entre los que destacaron los dados por Demóstenes, y las guerras, mencionemos la batalla de Queronea para el fin de Atenas, acabaron con el espacio público de la democracia y la ciudadanía de los griegos. Así como en Roma el imperio acabaría ulteriormente con la república al cruzar el Rubicón. ¿Queremos para nosotros ese final?

José Carlos Gil Marín

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