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Esta vez estaba justificado

Eduardo Serradilla Sanchis / Eduardo Serradilla Sanchis

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Personalmente creo que esto no es necesario y cuando se hace, se desvirtúa el mensaje, motivo por el cual éste pierde gran parte de su sentido.

Ya hay suficiente palabras en nuestro diccionario para desacreditar a las legiones de mediocres y trepas que pululan por nuestra sociedad sin necesidad de recurrir a los ya mencionados tacos.

No obstante, hay momentos en los que soltar una de esas palabras no solamente sirve de desahogo, sino que supone un fiel de reflejo de la persona/ personas a las que se dedica.

Vamos, que el taco es algo así como un “todo en uno”, el cual cumple una doble función; es decir, terapéutica y calificativa.

Y ésta fue la sensación que tuve al escuchar al tristemente fallecido Juan Antonio Labordeta, el día que mandó a la mierda a los histriónicos ocupantes de la bancada conservadora en el Congreso de los Diputados.

Como es lógico pensar, el diputado Juan Antonio Labordeta, hombre cabal, sensato, aunque sanguíneo y muy alejado de los clones engominados del partido conservador era la antítesis de quienes, con tal de mantener su estatus, son capaces de apoyar las tesis más rocambolescas.

De ahí la reacción de sus señorías conservadoras en aquel pleno, ejerciendo su derecho a “hacer el cafre” con tal de que el entonces ministro de Fomento no respondiera a las preguntas de Labordeta.

La verdad es que tal comportamiento no me extraña en absoluto, dado que un traje caro, un nudo de corbata mal hecho y medio kilo de gomina en el pelo no son sinónimo de nada. Lo que sí me sorprendió fue la sonrisa histérica, casi demente, de una de sus señorías, a punto de caerse al suelo, ante la desesperación de Juan Antonio Labordeta por tratar de lograr alguna respuesta del señor ministro.

Daba la sensación al ver a uno de los del bando conservador riendo a mandíbula batiente -pero con el rictus un tanto contraído por un enfado mal escondido- que, según él, el diputado Juan Antonio Labordeta debería correr la misma suerte que el diputado italiano Giacomo Matteotti.

Además, en su rostro, como en el de otros muchos integrantes de la bancada conservadora, se notaba el desprecio por aquel descamisado, cateto e indolente ser que osaba oponerse al régimen entonces en el poder.

Está claro, como muy bien dijo Juan Antonio Labordeta, que lo que más les molestaba era que alguien como él les recordara a sus “distinguidas señorías” que ni eran “dioses inmortales” ni descendiente directos de la pata derecha del caballo de Millán Astray.

De ahí que, ante tales señales de irracionalidad, vandalismo barriobajero y ganas de boicotear el derecho de toda persona a expresarse libremente ?una de las cosas que más puede molestar a quienes piensan que solamente ellos tienen la razón- Juan Antonio Labordeta decidiera mandarlos a todos a la mierda, sin más contemplaciones.

Lo mejor del caso es que, con ello, no sólo dejó muy claro su descontento, algo absolutamente lógico ante aquella situación, sino que calificó, de manera muy apropiada a quienes, desde su asientos, se comportaban como una manada de búfalos cafres, y que me perdonen los búfalos.

Con la muerte de Juan Antonio Labordeta se pierde no solamente una de las voces más lúcidas de cuantas “habitaban” en el congreso de los diputados, sino a una persona incapaz de plegarse a los designios de quienes, por haber crecido con la foto del caudillo en la mesa camilla, se creen con derecho a todo.

Ignoro quién era el histérico diputado que inspiró esta columna, pero lo que sí tengo claro es que dudo que su legado al bien común sea comparable al trabajo realizado por Juan Antonio Labordeta a lo largo de su dilatada carrera política.

Con defender a quienes les pagan las campañas y evitar cualquier amenaza que ponga en solfa su estatus este histérico diputado tenía bastante.

Si alguien te regala unos cuantos trajes, pues mejor que mejor, pero eso es solamente un plus.

Sólo espero que, esté donde esté, Juan Antonio Labordeta continúe ejerciendo de martillo de mediocres y alegre las tardes con sus canciones, su versos y su prosa, llana, pero mucho más efectiva que la de los ya mentados clones que solamente responden a la voz de “su amo” cuando esté lo dicta.

Hasta siempre, Labordeta.

Eduardo Serradilla Sanchis

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