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'El Hachero'. Quemado por el sol

Miguel Jiménez Amaro

Lo vi una sola vez, a mediados de los setenta, y ha permanecido alojado en mi memoria hasta hoy día. ¡Bueno, en realidad fueron dos veces, pero eso lo leeréis dentro de un momento! Apareció una noche en un bar de copas de Madrid que se llamaba El Limbo, y que tenía su lugar cerca de Alonso Martínez, en los alrededores de Las Salesas y la Sociedad General de Autores. Entró como tantas almas que todas las noches y madrugadas iban en peregrinación, como la Santa Compaña, y se quedaban a las puertas del cielo. Parecía un personaje sacado de una obra de Valle Inclán. Pelo largo, bigote y perilla a lo Gustavo Adolfo Bécquer, vestido enteramente de negro, y con una capa. Se sentó en una de las mesas que estaban vacías, sacó de un maletín que venía con él una enorme libreta, plumillas y tintero, en la que se puso a escribir sin vacilar. A la hora de cerrar el bar se dirigió a los de la mesa de al lado y nos preguntó que a dónde íbamos a ir. Le respondimos que al Cafetín de Colmenar en la calle Hartzenbusch, cerca de Bilbao.

Durante el trayecto nos comentó que estudiaba arquitectura y que a la mañana siguiente tenía un examen ante el que no iba a tener ningún problema. Llevaba aprobando la carrera año por año. Lo de estudiar arquitectura había sido una imposición familiar. Su hermana y su madre, recién fallecido su padre en un accidente en una obra, decidieron que él tenía que ser arquitecto como su padre y su abuelo, que eso de la literatura eran pamplinas de las que no se vivía. Pero era lo único que a él le gustaba hacer. También le gustaba escuchar música clásica, y esa fue la razón por la que su madre y su hermana le alquilaron una habitación en una pensión, pues ellas tampoco soportaban  la música. A él le dedicaban unas horas del día domingo, a la salida de misa, las del almuerzo.

Como con la carrera no tenía ninguna dificultad, y al mismo tiempo necesitaba de pocas horas para dormir, o podía estar bien al día siguiente sin hacerlo, salía todas las noches de bar en bar a escribir, porque le estimulaba la creación. En el Cafetín de Colmenar eché un vistazo a su libreta. Me llamó la atención el tipo de letra, de mediados del siglo diecinueve, y la limpieza, al escribir él a plumilla y tintero. Me enseñó unos dibujos y me leyó poemas, fragmentos de cuentos, y parte del borrador de una obra de teatro.

Nos cerraron el bar y nos fuimos al Drugstore de Fuencarral. Me habló de su padre, que también había estudiado arquitectura por la presión de su madre, aunque al padre, arquitecto, le daba igual lo que quisiera estudiar su hijo. Ya me había dicho su nombre, El Hachero. Me siguió hablando de su padre: “El accidente de mi padre no fue casual. Sentía que su madre le había arruinado la vocación literaria, y él, se cuidó de que yo me criase rodeado de literatura. Él me enseñó a leer antes de que fuese al colegio, y me leía todas las noches en la cama a la hora de acostarme, consiguiendo que de esta manera despertase en mí el gen de la escritura. El día más triste de mí vida fue el que vinieron a buscarme al colegio para llevarme a casa y darme la noticia de la muerte de mi padre. Yo sé que el accidente de mi padre no fue casual. Aborrecía su trabajo”

Cuando acababa de decirme estas palabras se aproximaba la mañana. Me dijo que me quería invitar a desayunar a un rinconcito cerca del Mercado de Lavapiés que se llamaba Los Pescaditos, en donde todos los días, a esa hora, llegaban sardinas frescas del Cantábrico, las más frescas que se comían en Madrid. Los Pescaditos era un sótano lleno de sabor marinero y parroquianos de todos los lugares; unos, acabados de despertar, que querían desayunar; y otros, que aún no  habían dormido, y querían comer pan con sardinas fritas y Mibal Roble, antes de irse a echar un sueño.

El Hachero era saludado por todos los parroquianos. Se detuvo en la mesa de Juanito Valderrama, que era asiduo al lugar. Me lo presentó, hablamos un rato, y luego nos fuimos a sentar en una de las mesas del fondo. Una vez acabamos de desayunar, El Hachero miró el reloj que colgaba de una de las paredes, pidió un carajillo, y me comentó que era buena hora para coger el metro y llegar a tiempo para el examen. Tomamos el metro juntos hasta Moncloa, y luego él tomó el autobús hacia Arquitectura. Lo acompañé hasta la parada de guaguas, y al despedirnos quedamos en vernos el próximo domingo en El Rastro, en Malacatín, para seguirme leyendo poemas, textos y enseñándome dibujos.

Llegué puntual a Malacatín. Me extrañé de que no hubiese llegado primero que yo, porque le gustaba llegar a las citas muchísimo antes, y aprovechar ese tiempo para escribir. Pedí una botella de Mibal Roble decidido a esperarlo. Un grupo de jóvenes entró diciendo que los Guerrilleros de Cristo Rey habían vuelto a agredir a las personas que andaban por Cascorro y que había un muerto. Me acerqué corriendo al monumento y allí estaba El Hachero, tendido en el suelo, en medio de un río de sangre. Sus ojos clavados en el cielo preguntándose por qué se  había tenido que ir tan pronto a escribir con su padre  y sin haber podido enseñar aun a su hija a leer. Un arma oculta oriental, una arrojadiza estrella de metal con puntas muy cortantes lo degolló. Divisé su maletín al borde de la capa ensangrentada. Me pude hacer con él. La policía, que aún no había llegado, - estos ataque de los Guerrilleros gozaban de total impunidad-, nos dijo que nos fuéramos. Regresé a Malacatín donde acabé la botella de Mibal Roble mientras leía sus cosas. En ese momento yo supe que El Hachero tenía una hija de la que su familia y la mayoría de los amigos no tenían conocimiento.

Era la hora de comer, me acerqué a la casa de su madre y hermana, pensando que ya sabrían la noticia, para darle su maletín con los textos. Toqué el timbre de su puerta. Ellas lo estaban esperando para comer. Creyeron que era él. Me abrieron la puerta y entré con el maletín al que miraron con miedo, el mismo miedo que les producía la literatura y la música. Presagiaron que algo malo había ocurrido. ¿Otro accidente como el de su padre, el de su marido? Sonó el timbre del teléfono. Lo cogió la hermana. Era la policía que la estaba poniendo en conocimiento de todo lo ocurrido y querían que fuesen a reconocer el cadáver. Permanecí con ellas y las acompañé hasta la morgue.

A la iglesia, antes de enterrarlo, fueron sus profesores, - era un alumno querido por ellos-, sus compañeros, sus amigos más que variopintos de bares y tugurios, escritores, y un editor íntimo amigo suyo, ante el que no guardó ningún secreto, que le iba a publicar sus escritos. Los Pescaditos cerraron ese día. Juanito Valderrama se acercó al ataúd, lo besó como si fuera su hijo, y le cantó El Romance de Curro El Palmo.

El editor compuso un original libro con toda la obra suya que disponía. El libro se agotó muy pronto. Las ediciones del libro se fueron sumando. Con los beneficios de este libro, su hija pudo estudiar y hacerse escritora. La madre y la hermana del Hachero nunca quisieron saber quién era esa hija.

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