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Espacio de opinión de La Palma Ahora

La alacena

Elsa López

Al abrirla, hoy, a las siete menos cuarto de la mañana, he visto unos cuencos de cerámica blanca pintados con cenefas de color azul pálido. Y he pensado en ella. En mi amiga Bel Mary. Me los regaló hace cuarenta años. Pensé. Y aún están ahí, ordenados en una pila de a seis esperando ser usados para cualquier cosa: guardar el resto de la mantequilla, poner en ellos las pipas que voy a comerme sentada en las piedras viendo ponerse el sol por el oeste, colocar los restos de un chorizo palmero oloroso como ninguno que cada vez que subía al avión cargando con una ristra todo el mundo sabía que yo era de La Palma y lo que transportaba en la cajita de cartón era chorizo de untar. Y cuando Jorge Orihuela me llevaba en cabina (¡ay aquellos tiempos en que los aviones eran tan humanos y uno hablaba con los pilotos sobre el cielo y los cometas!) y me soltaba chascarrillos sobre los palmeros, sus cajitas de cartón y sus ristras de chorizo, yo me sentía querida y me parecía que aún era alguien y podría sobrevivir a pesar del viento. Y luego, al salir, te encontrabas con amigos que iban a todas partes a leer sus poemas o a cantar sus canciones y las azafatas te sonreían iluminando el pasillo gris, y el aire, al final de la escalerilla, te llenaba los pulmones de esperanzas.

Ahí dejas de recordar aunque los recuerdos se prolongan durante horas si uno quiere. Pero yo no quiero recordar. Quiero entretenerme colocando los platos en la alacena. Solo eso. Pero es entonces cuando recuerdo a Isael y aquella mañana de verano que me llevó a Santo Domingo de Garafía y me regaló esos platos con florecillas de colores que conservo intactos y solo pongo cuando llegan visitas de cumplir a mi casa del monte. A la izquierda, los palillos de madera para trinchar boquerones en vinagre que tanto le gustaban a mi hermano y mi madre había traído de África y colocaba en la mesa como si fuera a formar una estrella de mar. Aquí unos boquerones, allá unas aceitunas, más acá los pepinillos. Mi hermano era insaciable comiendo pepinillos. Nunca me dejaba comerlos y desde entonces me quedó una pena muy grande, tanta, que en su entierro me llegaba aquel olor ácido a la nariz y tenía ganas de correr y correr y comprarme un quilo en la tienda de Menéndez Pelayo, justo enfrente de El Retiro, y sentarme en un banco que había delante de la tienda y comerme el cartucho entero. Pero no pude. Tuve que quedarme allí viendo cómo lo enterraban en una tierra extraña para mí y cómo lo lloraban sin llorarlo apenas toda aquella gente que lo había muerto, poco a poco, sin que nos diéramos cuenta.

Y ahora sigo aquí secando con un paño tazones de la abuela, de Gabina, de Uva, de una tienda de Galicia que me recomendó Fermín Uría. ¡Santo cielo! Y ese pozuelo de aluminio para beber el agua de la pila, y esos platos de café que ya no tienen tazas donde guarecerse, y esos vasos pequeños para el vino de tea que me traía Candito de regalo cuando bajaba del monte, y esos coladores de aluminio para colar la nata de la leche y guardarla en un tazón hasta tenerlo lleno y batirla hasta dejarla amarilla y bien espesa con su poquita de sal para untarla en el pan recién hecho, y esos dos tazones de La Baltasara que me dio Antonio Gala para traerlos a Garafía y poner en ellos aceitunas negras, y esos botes de barro para guardar el arroz, la sal y el azúcar que me regaló Julia un cumpleaños, y esas voces, esos ruidos del mar allá abajo, esos sueños…

Elsa López

14 de septiembre de 2017

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