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Abandono fiel

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Indra Kishinchand López

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Esta mañana he contemplado la pobreza, la he visto en unos ojos tristes y no he sido capaz de dejar de sentir esa mirada clavada en mi espalda desde entonces. Presiento que a partir de ahora me acompañará siempre cuando recorra los campos de batalla como único invasor de un mundo agotado por la miseria. Para mí mismo auguro un futuro en guerra, un camino lleno de barro pidiendo clemencia por no haberme dado la vuelta aquella mañana y responder al grito de un desconocido.

En realidad, me gustaría proyectar un porvenir cargado de renuncia voluntaria a todo lo que se posee, a todo lo que el ego estipula como necesario en su escala de valores; y, sin embargo, intuyo un mañana rodeado de reservas ante el miedo de explotar delante de cualquier extraño. Me imagino, de nuevo, con un hueco en mi conciencia. Como aquellos meses en los que mi yo se peleaba con su doble para hacerlo desaparecer.

Fue al volver de un viaje. Esa lucha de la que hablo la vivimos, mi cuerpo y yo, cada noche después de aterrizar. Estuve doce horas en un avión para llegar al destino y, una vez allí, no dejaba de pensar en cómo sería un planeta en que la justicia se alzara como reina de cada desdicha.

Volví con el corazón a cuestas y sabiendo que a veces vale más el verso de un desconocido que una amistad camuflada bajo mantas de halagos falsos y sonrisas condescendientes. Volví pensando que era el momento de entregar todo lo que tenía y rezarle a un Dios en el que no creía para que me ayudara a querer salvarme. Volví, y, por aquel entonces, supuse que eso era lo más importante; pero ahora pienso cómo hubiese sido perder ese avión y quedarme en un pueblo rodeado de arrozales, en una casa vacía, en un salón con una máquina de escribir, en una habitación sin colchón.

Ahora es demasiado tarde porque nunca he tenido la valentía de perder mi vuelo y enfrentarme al riesgo que supone verse anclado en un aeropuerto sin saber si es buena idea regresar a casa. Sin embargo, aunque sea tarde, esta vez me debo un favor y prometo quedarme si existe el compromiso tácito de que será todo como nunca; de que haremos cálculos imperfectos hasta poner nuestro nombre al final de cada calle, hasta sentir la inseguridad en cada rincón de una carretera infinita, hasta jurarnos que seremos fieles, pero solo porque somos libres de abandonarnos.

Pese a que haya llegado a deshora, lo confieso, seguiré esperando en el suelo del cuarto en el que me invitaste a no rendirme. Aún estoy listo para combatir.

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