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In/solidario

Indra kishinchand López

Indra Kishinchand López

Nunca se lo he contado a nadie, pero lo vi crecer bajo los efectos del individualismo más puro mezclado con la ingratitud de quien siempre lo tuvo todo. Lo vi madurar hasta darse cuenta de que tenía veinte años y diez minutos de pseudoamor a sus espaldas. Solo le había faltado eso. Lo oí llorar cuando el tiempo vino para avisarlo de que le había salido miedo en la mirada y de que ahora todos sabíamos que rebobinaba los días después de cada tropiezo.

Nunca se lo he contado a nadie, pero intenté explicarle que quizá debía cambiar de táctica, que su existencia no se basaba únicamente en sí mismo. Le conté que había leído que los árboles eran más solidarios que las personas y que quizá por eso vivían más tiempo. Pero, con él, el impacto del gran discurso sobre la fidelidad se disolvió con la repetición. “Culpa tuya, culpa vuestra”, aseguró. “Si no hubieras insistido en querer que fuera un duplicado, esto no habría pasado”.

Lo dijo como reprochándome que no hubiera sido capaz de hacer de él alguien de quien sentirse orgulloso; ni entonces ni ahora se trataba de culpa, sino más bien de esfuerzo y de voluntad. Mi intención no fue derivar su rabia en la construcción de un almacén de rencor, pero me vi absolutamente inútil para declarar mi pánico ante el abismo.

Yo solo sabía que la vida era como pintarse a uno mismo, delinear la silueta de lo que se quiere ser y después salirse de ella, entender que nunca (del todo) se llega a cerrar el círculo. Por eso casi me alegré cuando lo soltaron en medio del mar mientras le gritaban que no saldría vivo si se conformaba con salvarse. Estaba rodeado de vidas desconocidas y ajenas y tuvo que rescatar sus almas para poder revivir la suya.

Lo obligaron a quemar toda su ropa y sus libretas con el propósito de que, a partir de entonces, se convirtiera en una réplica, sí, pero únicamente de lo que él quería ser. Jamás supo confesarme cómo se había transformado. Tal vez el fuego se llevó consigo la miseria y dejó paso al sosiego que aporta una conciencia en calma.

Por mi parte, tampoco pude reconocer que había sido yo quien lo había arrojado al océano. Tuve que escribirle meses después un lunes cualquiera cuando ya no había luz y ni siquiera en ese momento supe expresar mi error. Empecé aquella carta una y otra vez mientras ponía: “Perdóname, discúlpame, olvídame, libérame”. Antes de que fuera capaz de enviarla me llegó un sobre sin remitente que rezaba: “Gracias”. Aún conservo ese folio en blanco con la esperanza de, algún día, tener el valor de revelarle que los años me han hecho más codicioso y menos ingenuo, que ahora me he convertido en las horas que fui, que ya no siento (como antes).

Soy yo, el resplandor de quien vivió diez años atrás, el que se hunde en la autodestrucción.

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