Espacio de opinión de Canarias Ahora
El olor que desprende…
“¿Sabes cuando hueles a muerto y no sabes que el muerto eres tú?” Lo decía una de las personas, basando su ironía en ese humor absurdo que aparece cuando algo termina, como el año, cuando el cansancio acumulado se mezcla con las ganas de cerrar un ciclo. Incluso intentando levantarse, sigue arrastrándose como si tuviera algo más que aportar, cuando en realidad su tiempo ya pasó y solo queda despedirlo con cierta compasión. Y, cada vez que se acerca diciembre, ocurre algo parecido. El año entero se comporta como un invitado que no entiende las señales para marcharse. Aún nos lanza un par de sorpresas, alguna factura inesperada, un virus inoportuno, un conflicto pendiente o un pequeño milagro de esos que llegan tarde, pero llegan.
El año, obstinado, quiere demostrar que todavía tiene algo que decir. Tras llorar su despedida y dar la bienvenida al siguiente, se establecen nuevos propósitos o se recuperan otros antiguos no cumplidos. Pero la vida continúa y nos aferramos a él como si admitir su final fuese una forma de reconocer también nuestras propias renuncias, errores o ilusiones. Lo paradójico es que, apenas se abre el calendario en enero, ya queremos que llegue junio; pero cuando diciembre asoma, fingimos que aún queda tiempo para que todo se acomode mágicamente. Lo cierto es que un año moribundo se parece mucho a nosotros en nuestras fases de negación: arrastramos metas viejas con la esperanza de que, por algún acto de milagrosa voluntad, puedan revivir.
El año que muere tiene una forma muy particular de recordarnos lo que no hicimos. Es como un espejo empañado en el que intentamos ver lo que somos, pero solo percibimos siluetas borrosas. Pasamos semanas repasando mentalmente lo ocurrido, evaluando qué merecería celebrarse y qué preferiríamos olvidar. En ocasiones, esa revisión es amable; en otras, es cruel.
Pocos meses son tan teatrales como diciembre. La gente habla del año como si fuera una criatura viva: “ha sido largo”, “ha sido difícil”, “ha sido bueno conmigo”, “ha sido una montaña rusa”. Le atribuimos personalidad, intención, carácter. Y esa personificación no es casual: nos ayuda a poner fuera de nosotros lo que no siempre sabemos digerir por dentro, convirtiéndolo en ese ente abstracto al que culpamos o agradecemos cosas que, en realidad, dependen en gran parte de nosotros mismos. Así, cuando decimos que “el año huele a muerto”, lo que en realidad queremos decir es que ya estamos agotados, que necesitamos que el tiempo nos dé un respiro, que nuestro cuerpo y nuestra mente nos piden cerrar etapa, aunque aún no tengamos claro cómo abrir la siguiente.
Los ciclos deben terminar para que otros empiecen. Si fuese eterno, si se prolongara indefinidamente, sería insoportable. Necesitamos el descanso simbólico para recomponernos, para reorganizar nuestra mente, para recuperar energía y, sobre todo, para reconciliarnos con la idea de que todo tiene un final. Y todo eso, sin hablar de política… ¿o sí?