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El arte canario tradicional de la roseta escapa del olvido y se convierte en Bien de Interés Cultural

Gara Santana

Las Palmas de Gran Canaria —

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Es curioso lo que acontece en los archipiélagos porque al mismo tiempo que sus territorios están aislados, están abiertos por un mar de ventanas a todas las influencias del mundo. Todas ellas dejan alguna huella, y de ellas parten nuevas formas de entender y hacer las cosas, genuinas de las islas y adaptadas a su contexto. Canarias es una caja de mensajes de otro tiempo, porque en esas ocho islas perviven palabras, oficios, tradiciones y especies que ya se han perdido en el resto del mundo, exóticas a los ojos del extranjero, pero que siguen la delicada línea de la identidad de un pueblo desde el primer poblador hasta nuestros días.

Un ejemplo paradigmático es la roseta, un tipo de encaje que nace en la isla de Tenerife en el siglo XVI. Su singularidad radica con respecto a la técnica del calado en que la roseta no necesita una tela base para ser creada, ni un gran telar, sino que surge en un pieza singular llamada pique donde se clavan alfileres, colocados en diferentes posiciones según el diseño que se desee conseguir. Es entonces cuando la tejedora va cruzando los hilos entre los alfileres creando formas diferentes, siguiendo un patrón o dejándolo a su imaginación, siendo estos últimos los diseños mejor valorados económicamente. 

Aunque esta técnica artesanal era conocida y se expandió por los pueblos mediterráneos y la Península Ibérica bajo el nombre de soles o ruedas, fue tras su llegada a Canarias, concretamente al sur de Tenerife, donde sufre modificaciones para adaptarse al contexto isleño y para un mayor aprovechamiento de la tela. A pesar de haber estado a punto de desaparecer, sobrevivió al olvido y la desidia del mal llamado progreso y el Gobierno de Canarias está a una reunión de declarar la técnica oficialmente Bien de Interés Cultural (BIC), junto al Monumento a La Casa Torres, en Lanzarote, y el Juego del Garrote Tradicional de la isla de Gran Canaria.

A partir del siglo XIX la roseta se fue desarrollando en las islas como mantelería del hogar y de las iglesias hasta que llegó un punto en el que comenzó a volverse tan popular que se comercializó por toda Europa y América, siendo un producto de moda de la época. Las roseteras elaboraban los diseños en la casa, tarea que compaginaban con el resto de labores del hogar, y eran entregadas a un intermediario que les pagaba las piezas, les surtía de hilo y se llevaba las rosetas para comercializarlas. 

La práctica sufrió varios cuellos de botella. Durante la I Guerra Mundial el colapso portuario derivó en escasez de hilo para las roseteras y la herida de muerte le vino a esta técnica con la irrupción del turismo en las islas en los años 60. Ahí, las tejedoras que hasta ahora se sacaban unos cuartos bordando rosetas en sus casas, se dieron cuenta que limpiando hoteles en el sur podrían tener un poco menos de trabajo y un poco más de descanso. (Un poco, la vida en el sur no es fácil).

Su expansión llegó a lugares como Croacia, donde pervive con el nombre de Motivi y tal es su importancia en el país europeo que está declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.

En países de habla inglesa sobrevivió con el nombre de Teneriffe Lace, Sun Lace o Sunny Lace por el parecido del dibujo del bordado final con el sol. También, como todo lo que pasa por Canarias, llegó a América Latina y el Caribe y su influencia allí es tan poderosa que es el símbolo de algunos países como Paraguay o Venezuela. En la hermana Cuba le llaman encaje de Tenerife; en Ñandutí, Venezuela, México y Brasil se llaman soles

“Los deditos vacíos” de tejer

En el año 2016, el Ayuntamiento de Arona, en Tenerife, lanzó unos talleres para enseñar el arte de hacer rosetas y es allí donde concluyeron aficionadas y expertas, a las que sólo le faltaba una excusa y un punto de encuentro para compartir un arte centenario transmitido tradicionalmente de madres a hijas, abuelas a nietas o de amigas a amigas. “Cuando el ayuntamiento deja de ofertar estos talleres, nos constituimos como asociación para mantener el vínculo con la institución y disponer de un local, ya que éramos un grupo amplio de unas 40 personas, que queríamos seguir reuniéndonos para hacer roseta”, cuenta Patricia Galbarro, presidenta de la Asociación Rosetas y Calados Tomasita.

“La madrina de mi suegra, que fue quien me enseñó a mí a urdir la primera roseta básica, y todas las que están en la asociación son roseteras o familia de roseteras que las hacían para la ayuda económica de la familia, y cuentan historias de sus madres, de sus abuelas, sus tías o de la vecina”, explica. 

Galbarro habla con cariño del profesor, Antonio Rodríguez, y de todas las roseteras de la asociación a las que llama “las chicas”, porque la amistad no tiene edad. Recuerda las palabras de Doña Maruca, que con 104 años dijo ya no sentir la aguja entre sus dedos: “Tengo los deditos vacíos, ya no siento las manos”, relata a sus compañeras.

Y no solo urden rosetas, sino que “les gusta mucho un tenderete” y se cuentan por varios los días que dura un encuentro de la Asociación Tomasita cuando se van de parranda. 

La asociación tejió con motivo del Día del Orgullo Gay una roseta con los colores de la bandera LGTBI, dejando claro, en palabras de Galbarro, que la tradición no está reñida con los nuevos tiempos y sus reivindicaciones. Su presidenta hace un llamamiento a todas las instituciones públicas a poner en valor la técnica, a que se pueda transmitir a los más jóvenes y a sentir orgullo público de ella, ya que “el sol se vende solo y no necesita promoción, pero las tradiciones hay que cuidarlas”, explica.